En El Jaula de Oro
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Capítulo 2

"Elena, ven aquí".

La voz de Sabrina, la prometida de Máximo, era como el tintineo de un cristal a punto de romperse. Dulce, pero con un filo cortante.

Me arrodillé a su lado en el sofá de terciopelo blanco. Su piel era pálida, casi translúcida, y una tos seca sacudía su frágil cuerpo.

"Máximo, querido, me duele el pecho otra vez", se quejó, apoyando la cabeza en su hombro.

Máximo me miró, sus ojos sin emoción. "Ya sabes lo que tienes que hacer".

Asentí en silencio. Tomé la pequeña daga de obsidiana que siempre llevaba consigo. Era un regalo de mi abuela, una herramienta de sanación. Ahora, era un instrumento de tortura.

Me hice un corte en la palma de la mano. La sangre, espesa y de un rojo oscuro, brotó de la herida. Sabrina observaba con una mezcla de fascinación y repulsión.

"Bebe", ordenó Máximo.

Acerqué mi mano a los labios de Sabrina. Ella bebió con avidez, como un vampiro sediento. Sentí cómo mi propia energía vital se drenaba con cada gota que tomaba. Cuando terminó, se limpió los labios con el dorso de una mano delicada y suspiró, un color rosado volviendo a sus mejillas.

"Mucho mejor", dijo, sonriéndole a Máximo. Luego me miró, con desprecio. "Puedes irte".

Me retiré a la cocina, mi mano temblando mientras la envolvía en un trapo. La herida se cerraría en minutos, pero el agotamiento permanecería durante horas.

Esto se convirtió en mi rutina. La frágil salud de Sabrina era la excusa perfecta para la tortura diaria de Máximo. Sangre para sus dolores de pecho, lágrimas de ámbar para sus migrañas.

Las lágrimas eran lo peor. Brotaban de un dolor profundo, un dolor que Máximo sabía cómo provocar. Me obligaba a realizar danzas rituales de mi pueblo, danzas sagradas que solo debían hacerse en nuestra tierra. Aquí, en el frío mármol de su penthouse, eran una profanación, un dolor que me partía el alma y hacía que las lágrimas doradas corrieran por mis mejillas.

Sabrina las recogía en un pequeño frasco de cristal, riéndose. "Son tan bonitas. Parecen joyas".

Una noche, los escuché en su habitación. Sus risas, sus gemidos de placer. Yo estaba en el pasillo, limpiando una mancha de vino que Sabrina había derramado a propósito. Cada sonido era una nueva herida en mi corazón.

"Limpia esto, curandera", me había dicho, tirando la copa al suelo. "Es lo único para lo que sirves".

Cuando Máximo salió de la habitación horas después, me encontró allí, de rodillas, con el trapo en la mano. Su expresión se suavizó por un segundo.

"Elena...", comenzó.

"¿Por qué?", le pregunté, mi voz rota. "¿Por qué tanto odio?".

Se arrodilló frente a mí, su rostro a centímetros del mío. "Porque me lo quitaste todo. Mis padres. Mi felicidad. Mi vida. Me dejaste solo con este agujero en el pecho. Y ahora, vas a sentir lo mismo que yo sentí".

Sus palabras eran veneno, pero en sus ojos vi un atisbo del niño perdido que aún lloraba por sus padres.

"No es verdad, Máximo. Tu gente... ellos te amaban".

"¡Cállate!", gritó, su rostro contorsionado por el dolor. "No hables de ellos. No tienes derecho".

Me agarró por los hombros y me sacudió. "Dime la verdad. ¡Dime dónde están!".

Negué con la cabeza, las lágrimas de ámbar comenzando a formarse en mis ojos. No podía. Se lo había prometido. Protegerlos era proteger a mi pueblo. Protegerlos era protegerlo a él, aunque no lo supiera.

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