Sofía Navarro colgó el teléfono.
La voz del gestor en Buenos Aires todavía resonaba, confirmando que su residencia argentina estaba activa.
Todo estaba listo.
Se sirvió un vaso de agua, con la mano firme.
En la televisión del salón, un programa de cotilleos repasaba su vida.
"La pareja de oro", decía la presentadora con una sonrisa brillante.
Aparecieron imágenes de Mateo Vargas, su marido, el arquitecto de fama mundial.
Luego, una foto de ambos, sonriendo en la inauguración de una galería.
La cámara se detuvo en la espectacular villa de la Costa Brava.
"Luz de Sofía", la había llamado él. Un monumento a su amor, decían.
El público suspiraba.
Compañeras del museo a veces le comentaban con envidia.
"Qué suerte tienes, Sofía. Mateo te adora".
"Construyó una casa con tu nombre. Eso es amor de verdad".
Sofía bebía el agua lentamente.
Recordó cuando se conocieron.
Él era la estrella ascendente, ella una simple restauradora.
Él la persiguió durante meses, con grandes gestos y promesas.
"Vengo de una familia rota", le había confesado ella una noche, "lo único que pido es honestidad".
"Te daré un hogar, Sofía. Te daré estabilidad. Te daré mi lealtad eterna", le juró él.
Y ella, finalmente, le creyó.
Sofía apagó la televisión.
El silencio del lujoso apartamento en Madrid era denso.
Sabía de la existencia de Carla Montero.
Sabía de la doble vida de Mateo.
La promesa de honestidad era la primera y más grande de sus mentiras.
Se acercó a su tocador.
Sobre el terciopelo negro, un collar de diamantes brillaba bajo la luz.
El regalo de aniversario de Mateo, de hacía unos días.
A su lado, una elegante caja de regalo, envuelta en papel azul marino.
Su regalo para él.
Dentro, los papeles del divorcio.
Firmados.
Mateo llegó tarde, como siempre últimamente.
Entró con una sonrisa radiante, ajeno a todo.
"Perdona la tardanza, mi amor. Una reunión de última hora".
Dejó su maletín y la besó en la frente.
Olía a un perfume de mujer que no era el suyo.
"Feliz aniversario, aunque sea con retraso".
Le entregó el collar de diamantes.
Ella lo aceptó con una sonrisa vacía.
"Es precioso, Mateo".
"Solo lo mejor para mi Sofía".
Luego, ella le entregó la caja azul.
"Este es mi regalo para ti".
Los ojos de Mateo brillaron de curiosidad.
"¿Qué es?"
"Una sorpresa. Pero tienes que prometerme algo".
"Lo que sea".
"No lo abras hasta dentro de dos semanas. El día que vuelva de mi viaje de trabajo a Barcelona".
Mateo frunció el ceño, pero luego sonrió, encantado con el juego.
"Un misterio. Me gusta. Te lo prometo".
Cogió la caja, la sopesó en sus manos, imaginando un reloj caro, unas llaves de un coche nuevo.
La dejó en su mesita de noche, a la vista.
No sospechaba nada.
Para él, el mundo seguía perfectamente bajo su control.