Sofía se sentía agotada.
El ruido, la música, las sonrisas falsas. Todo era demasiado.
"Me voy a casa, Mateo. Estoy cansada".
"Te acompaño".
"No es necesario. Quédate con tus amigos. Diviértete".
Él intentó protestar, pero ella fue firme.
Le dio un beso en la mejilla, un beso frío como el hielo.
"Nos vemos en casa".
Salió del club y respiró el aire fresco de la noche.
En el taxi, rebuscó en su bolso.
Y allí estaba.
El móvil de Mateo.
Lo había deslizado de su chaqueta cuando él la abrazó para despedirse.
Una corazonada. Un impulso.
"Disculpe", le dijo al taxista. "Dé la vuelta. Volvemos al club".
Esperó en el taxi, al otro lado de la calle.
No tuvo que esperar mucho.
Un deportivo rojo se detuvo frente a la entrada.
Carla Montero bajó del coche.
Llevaba un vestido corto y brillante. Se retocó el maquillaje en el espejo retrovisor.
Luego, entró en el club.
Sofía observó la puerta, sin parpadear.
Esperó.
Diez minutos. Veinte.
Finalmente, la puerta de una sala VIP lateral se entreabrió.
Sofía bajó del taxi y se acercó, ocultándose en la sombra de una columna.
A través de la rendija, lo vio todo.
Carla estaba sentada en el regazo de Mateo.
Lo besaba en el cuello, mientras sus amigos reían y aplaudían.
No había disimulo. No había vergüenza.
Era un espectáculo para todos ellos.
"Verdad o atrevimiento", gritó uno de los amigos.
"Mateo, atrevimiento".
"Cuéntanos el detalle más picante de tu último encuentro con Carla".
Mateo sonrió, orgulloso.
"Digamos que el coche nuevo tiene una suspensión excelente", dijo, y todos estallaron en carcajadas.
Carla le dio un beso ruidoso en los labios.
Otro amigo le dio una palmada en la espalda a Mateo.
"Así se hace, campeón. Pero ten cuidado, que no se entere la jefa".
"Tranquilo", dijo Mateo, su voz llena de arrogancia. "Sofía no sabe nada. Cree que soy el marido más fiel del mundo. Es demasiado pura para imaginar estas cosas".
"Es la regla de oro", sentenció otro. "Una esposa para la galería, una amante para la cama. Todos los hombres de éxito lo hacemos".
Mateo levantó su copa.
"Por las reglas".
Advirtió a sus amigos.
"Pero que a nadie se le ocurra irse de la lengua. Si Sofía se entera y me deja, os juro que os arruino a todos".
Sofía se apartó de la puerta.
El corazón, que creía helado, se rompió en mil pedazos silenciosos.
Sintió un entumecimiento que le recorría el cuerpo.
Empezó a llover.
Caminó sin rumbo, dejando que la lluvia empapara su pelo y su ropa.
El taxista la había seguido a distancia.
"Señora, va a coger una pulmonía".
Ella se giró, pero no parecía verlo.
"Dígale... dígale que no estuve aquí", susurró.
Y siguió caminando, sola, bajo la lluvia torrencial.
El mundo se había disuelto en agua y dolor.
Ya no había vuelta atrás.
Era hora de desaparecer.