Mis cuatro criadas, primas lejanas que traje conmigo desde Perú, eran mi único consuelo. Esperanza, la mayor, me cuidaba como una hermana. Soledad era lista y ambiciosa. Luz soñaba con lujos. Y Pilar, la más joven, era tímida y dulce. Ellas eran mi pedazo de hogar.
Esa noche, Mateo llegó tarde. Su ropa estaba desordenada y olía a alcohol barato y a miedo.
"Isabella, los rivales... me tendieron una trampa" .
Su voz sonaba rasposa.
"Me drogaron en una reunión, intentaron envenenarme" .
Lo miré, mi mano protectora sobre mi vientre abultado. No le creí del todo, pero el código de honor de mi familia me obligaba a apoyarlo.
"¿Qué necesitas, Mateo?" .
Él evitó mi mirada. Sus ojos se posaron en las cuatro criadas que estaban de pie, nerviosas, en un rincón de la habitación.
"Necesito purgar el veneno" .
Dijo la frase como si fuera una receta médica.
"No puedo molestarte a ti, en tu estado. Es peligroso para el bebé" .
Luego, se dirigió a mis primas.
"Ustedes me ayudarán" .
No fue una pregunta, fue una orden.
Las miré, esperando que se negaran, que me miraran pidiendo ayuda. Pero el miedo en sus ojos era más fuerte que cualquier lealtad. Soledad y Luz incluso mostraron un brillo extraño de anticipación. Solo Esperanza me miró con pena.
Esa noche, Mateo se acostó con mis cuatro criadas.
Al día siguiente, los hombres de Mateo y su madre, Doña Elvira, lo elogiaban.
"Qué hombre tan considerado" .
"No quiso arriesgar a su esposa embarazada" .
"Un verdadero líder, se sacrifica por su familia" .
Escuché los murmullos desde mi habitación, una prisión de seda y silencio. La humillación era un veneno mucho más potente que cualquiera que Mateo pudiera haber inventado. Me senté en mi cama, acariciando mi vientre, y sentí a mi hijo moverse. Por él, aguantaría. Por ahora.