El Guardaespaldas que Salvó mi Alma
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Capítulo 1

La furgoneta se detuvo con una sacudida en el arcén polvoriento de una carretera secundaria a las afueras de Sevilla.

La puerta lateral se abrió con un chirrido metálico.

Dos hombres me empujaron fuera.

Caí de rodillas sobre la grava, mis manos desnudas se rasparon con las piedras afiladas.

El motor rugió y el vehículo desapareció, dejándome en una nube de polvo y el silencio sofocante de la tarde andaluza.

Me quedé allí, arrodillada, sin moverme.

El sol quemaba mi nuca.

Mi traje de flamenco, el que llevaba puesto el día que me secuestraron, estaba hecho jirones. La tela roja, antes vibrante, ahora era un trapo sucio y desgarrado que apenas cubría mi cuerpo. Mis pies estaban descalzos, cubiertos de mugre y pequeñas heridas.

No sentía nada. Ni el dolor de las piedras, ni el calor, ni el miedo.

Solo un vacío inmenso.

Un coche de lujo, un Mercedes negro, se detuvo a mi lado.

Javier, el guardaespaldas de Mateo, bajó del asiento del conductor. Su rostro, normalmente impasible, mostró una sombra de sorpresa. No dijo nada. Solo se quitó la chaqueta del traje, se acercó y me la puso sobre los hombros.

Me ayudó a levantarme con cuidado, como si fuera de cristal.

Me guio hasta el asiento trasero del coche.

La puerta se cerró y el aire acondicionado me golpeó la piel.

Mateo Romero estaba sentado frente a mí. Mi hermanastro. El heredero de la fortuna de las bodegas Romero.

No me miró. Su vista estaba fija en la tableta que sostenía en sus manos.

Llevaba un traje impecable, sin una sola arruga. Olía a una colonia cara y a vino de Jerez.

El silencio se alargó, solo roto por el suave murmullo del motor.

Finalmente, habló, sin levantar la vista.

"Los tabloides se van a dar un festín con esto."

Su voz era fría, cortante.

"Mira qué aspecto tienes. ¿No podías haberte arreglado un poco antes de aparecer? Esto es una vergüenza para la familia."

Levanté la cabeza lentamente. Mis ojos se encontraron con los suyos por un instante. Eran duros, llenos de desprecio.

"Lo siento," susurré. Mi voz era un hilo ronco, casi inaudible. "Lo siento, Mateo."

Él bufó, un sonido de pura irritación.

"Tus disculpas no sirven de nada ahora. El daño ya está hecho."

Volvió a mirar su tableta, descartándome por completo.

Me encogí en mi asiento, apretando la chaqueta de Javier contra mi pecho. El olor de su colonia barata y a tabaco era extrañamente reconfortante.

Javier nos observaba por el espejo retrovisor. Su mirada era una mezcla de lástima y algo más, algo que no pude descifrar.

El coche se puso en marcha, llevándome de vuelta a la mansión que nunca había sentido como un hogar.

Sabía por qué Mateo estaba tan enfadado.

No era por mi aspecto.

Era porque había vuelto.

Durante mi cautiverio, mis secuestradores me lo dejaron muy claro.

"Tu hermanito no tiene prisa por pagar," me decían entre risas. "Dice que 400.000 euros es mucho dinero por una bailaora adoptada."

"Parece que quiere darte una lección. Que aprendas cuál es tu lugar."

Y yo lo había aprendido.

Mi vida dependía de su capricho. Mi supervivencia, de su generosidad.

Por eso, al volver, solo podía susurrar una y otra vez la misma palabra.

"Lo siento."

            
            

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