La mansión de los Romero era un palacio blanco rodeado de jardines perfectamente cuidados. Un oasis de riqueza en medio de la campiña andaluza.
Para mí, era una jaula dorada.
Los señores Romero, mis padres adoptivos, me recibieron con abrazos y lágrimas. Estaban preocupados, horrorizados por mi estado. Pero su preocupación era superficial, como todo en su mundo.
"Pobrecita, mira cómo estás," decía la señora Romero, mientras me apartaba un mechón de pelo sucio de la cara con sus dedos enjoyados. "Pero ya estás en casa, ya estás a salvo."
No estaba a salvo.
Me llevaron a mi habitación, un cuarto enorme con vistas al jardín. Me bañaron, me vistieron con ropa limpia y suave. Pero la suciedad que sentía no se iba con agua y jabón.
Esa noche, organizaron una cena para "celebrar" mi regreso.
La mesa del comedor era larguísima, cubierta con un mantel de lino blanco y llena de cubiertos de plata y copas de cristal.
Los señores Romero se sentaron en los extremos. Mateo a la derecha de su padre. Y a su lado, Carmen, su asistente personal.
Carmen era hermosa, sofisticada. Llevaba un vestido de seda negro que resaltaba su figura. Me sonrió con una dulzura falsa que me revolvió el estómago.
"Isabella, querida, nos tenías a todos con el corazón en un puño," dijo con voz melosa. "Pero mírate, tan fuerte. Eres toda una superviviente."
No dije nada. Solo bajé la mirada a mi plato.
Sirvieron la cena. Un solomillo con salsa de vino de Jerez, mi plato favorito antes del secuestro.
El olor de la carne cocinada, la visión de la salsa oscura...
Un flash.
La imagen de un trozo de carne en mal estado, grisácea, flotando en un caldo grasiento. El único alimento que me daban mis captores durante semanas.
Mi estómago se contrajo violentamente.
Me tapé la boca con la mano y sentí cómo la bilis subía por mi garganta.
"Perdón," conseguí articular. "Tengo que... tengo que ir al baño."
Me levanté bruscamente, tirando la silla hacia atrás. Corrí fuera del comedor, hacia el baño más cercano, y vomité todo lo que no había comido.
Cuando volví, temblando, todos me miraban.
Los señores Romero, con una mezcla de confusión y lástima.
Mateo, con una expresión de pura irritación. Vi un destello de algo más en sus ojos, ¿culpa?, pero desapareció tan rápido como había llegado.
Carmen, en cambio, sonreía sutilmente.
"Pobre chica," dijo, colocando su mano sobre el brazo de Mateo. "Tanto lujo debe ser abrumador después de lo que ha pasado. Quizás no está acostumbrada."
Sus palabras eran un veneno envuelto en seda.
Me estaba llamando ingrata. Salvaje.
Y lo peor es que funcionó.
"Carmen tiene razón," dijo Mateo, con su tono gélido. "Le estamos dando demasiado. Necesita tiempo para... adaptarse."
Miré a mis padres adoptivos, buscando apoyo. Pero ellos solo asintieron, sin entender nada.
"Sí, hijo, tienes razón. Isabella, cariño, ¿por qué no vas a tu cuarto a descansar?"
Me limité a asentir, incapaz de hablar.
"Lo siento," susurré de nuevo. "Siento haber arruinado la cena."
Mientras subía las escaleras, escuché la risa suave de Carmen y la voz de Mateo, ya relajada, hablando de negocios.
En mi habitación, me acurruqué en la cama.
La jaula dorada se había cerrado a mi alrededor. Y esta vez, sentía que no había escapatoria.