El frío del congelador todavía se aferraba a mis huesos, un recuerdo helado de mi vida anterior.
En esa vida, mi "siete moles molecular" me había ganado un lugar de honor en El Sol Culinario, la academia de cocina más prestigiosa de México.
Pero Sofía, la "reina" de nuestra clase, no podía soportarlo.
"Ana, todos vamos a hacer el examen final. Es por la unidad de la clase. No puedes ser la única que no participe."
Su voz era dulce, pero sus ojos brillaban con una malicia que yo, en mi ingenuidad, no supe ver.
Confié en ella. Confié en todos.
El día del examen, presenté mi obra maestra. Sofía presentó un plato vacío.
Su padre, un poderoso miembro del consejo directivo, intercambió nuestros platos en secreto.
Mi calificación fue cero. Mi beca, revocada.
Sofía se convirtió en la nueva estrella de la cocina, se comprometió con Ricardo, el heredero del imperio restaurantero La Corona.
Yo me convertí en una tramposa, una ladrona de ideas.
Cuando busqué pruebas para limpiar mi nombre, Sofía y su lacayo, Mateo, me encerraron en el congelador industrial de la academia.
Morí sola, congelada, con el eco de sus risas como mi última compañía.
Pero el destino me dio otra oportunidad.
Desperté. Un día antes del examen final.
El recuerdo del frío era tan real que me hizo temblar. Esta vez, conocía la trampa. Sabía lo que venía.
"Lo siento, Sofía," le dije por teléfono, mi voz firme, extraña incluso para mí. "Ya tengo mi lugar asegurado. No necesito hacer el examen final. Buena suerte a todos."
Colgué antes de que pudiera responder.
Mi negativa la enfureció.
Poco después, mi puerta fue derribada. Mateo y dos compañeros más irrumpieron en mi pequeño apartamento.
"Sofía dice que tienes que venir," gruñó Mateo, agarrándome del brazo. "No vas a arruinarle el día."
Me arrastraron fuera, me metieron en un coche y me llevaron a la fuerza a la academia.
Me empujaron a la cocina del examen, justo frente a una estación de trabajo impecable. Sobre la encimera, una botella de aceite de oliva virgen extra, el ingrediente obligatorio para la prueba de hoy.
Sofía se acercó, su sonrisa era una máscara de falsa preocupación.
"Ana, qué bueno que cambiaste de opinión. Sabía que no nos abandonarías."
La miré directamente a los ojos. El miedo que una vez sentí había sido reemplazado por un hielo tan frío como el del congelador.
"No te preocupes, Sofía," dije, mi voz resonando en el silencio tenso de la cocina. "Voy a cocinar."