Su coche, un Mastretta MXT de un discreto color gris, se sentía fuera de lugar en el estacionamiento. Estaba rodeado por un mar de Porsches, Mercedes y BMWs, cada uno brillando bajo las luces del atardecer.
El Mastretta, un deportivo de fabricación mexicana, era su vehículo de servicio. Modificado y blindado a medida por el gobierno, era una fortaleza sobre ruedas disfrazada de coche modesto. Para el ojo no entrenado, parecía barato, casi una broma.
Esa era precisamente la idea.
Apenas puso un pie en el salón, sintió todas las miradas sobre él. No eran miradas de bienvenida, sino de juicio.
Ricardo "Ricky" Garza, el autoproclamado rey de su generación, fue el primero en acercarse. Siempre había sido un "mirrey" clásico, el hijo mimado de un magnate millonario, y siempre había estado celoso del éxito académico de Santiago.
"Vaya, vaya, miren a quién tenemos aquí", dijo Ricky, su voz goteando desprecio.
Su mirada recorrió el traje sencillo de Santiago y luego se asomó por la ventana hacia el estacionamiento.
"¿Esa chatarra de ahí afuera es tuya, Vargas? ¿Qué es, un kit car que armaste en tu garaje?"
La risa resonó a su alrededor. Los demás, un círculo de aduladores, se unieron a la burla, ansiosos por complacer a Ricky.
Santiago se encogió de hombros, indiferente. "Hace su trabajo, Ricky."
"¿Y cuál es tu trabajo exactamente?", intervino Valeria, la prometida de Ricky.
Santiago la recordaba de la preparatoria. Era su amor platónico, una chica que entonces parecía tener luz propia. Ahora, esa luz se había convertido en el frío brillo de las joyas y el materialismo. Su rostro, alterado por la cirugía, apenas era reconocible.
Valeria se burló.
"Escuché que eres un burócrata de bajo nivel en alguna secretaría inútil. ¿Bienestar o algo así? ¿Cuánto te pagan por mover papeles? ¿Lo suficiente para la gasolina de... esa cosa?"
El grupo volvió a reír. Santiago sintió una punzada de asco. El ambiente era sofocante, una densa nube de arrogancia y dinero.
Nadie lo saludó. Nadie le preguntó cómo estaba. Simplemente lo rodearon como una manada de hienas, disfrutando de su aparente fracaso.
Mientras tanto, Ricky era el centro del universo. La gente se le acercaba, le daba palmadas en la espalda, elogiaba su reloj de oro y reía de sus chistes sin gracia. La jerarquía social no había cambiado en diez años.
Solo una persona se abrió paso entre la multitud para estrecharle la mano.
"Santi, qué bueno que viniste", dijo Javier, el antiguo jefe de grupo.
Javier era un buen tipo, de clase media, claramente incómodo con la situación. Era el único que trataba a Santiago con amabilidad.
"No les hagas caso, hombre. Están idiotas."
Santiago le sonrió a su amigo.
"No te preocupes, Javi. Estoy acostumbrado."
Javier miró por la ventana hacia el Mastretta.
"Oye, no está tan mal. Se ve... único."
Santiago sonrió con un atisbo de misterio.
"Es más de lo que parece. Mucho más."
Habló en voz baja, solo para que Javier lo oyera, una pequeña pista de la verdad oculta bajo la superficie.
Santiago suspiró, volviendo su atención al salón.
"Te soy sincero, Javi. Solo vine por ti. Esperaba ponerme al día, ver a los viejos amigos."
Su mirada recorrió el lugar, deteniéndose en los rostros engreídos y las conversaciones vacías.
"Pero esto... esto no es una reunión. Es un desfile de egos y cuentas bancarias. No es mi mundo."
El sentimiento de náusea se intensificó. Necesitaba aire fresco, lejos de la falsedad.
"Creo que ya me voy", le dijo a Javier.
Se despidió de su amigo con una palmada en el hombro y se dirigió discretamente hacia la salida.
Pero Ricky y Valeria lo vieron.
"¿Ya te vas, Vargas?", gritó Ricky, bloqueándole el paso. Valeria se paró a su lado, con una sonrisa maliciosa. "La fiesta apenas comienza. ¿O es que los pobres se acuestan temprano?"