Santiago Vargas odiaba las reuniones de exalumnos. Por insistencia de su amigo Javier, allí estaba, en un exclusivo club de campo de la Ciudad de México, su discreto Mastretta MXT, su "vehículo de servicio", desentonando entre Porsches y Mercedes.
Apenas entró al salón, las miradas de juicio lo envolvieron. Ricardo "Ricky" Garza, el autoproclamado rey, lo abordó con desprecio: "¿Esa chatarra de ahí afuera es tuya, Vargas?" Y Valeria, su amor platónico de antaño, ahora una caricatura materialista, se burló: "¿Un burócrata de bajo nivel? ¿Cuánto te pagan?"
La humillación no tardó en escalar. Ricky ofreció diez mil pesos por lamer sus zapatos, y Valeria, con una sonrisa cruel, sugirió que Santiago fuera su chófer. Cuando intentó irse, Ricky lo golpeó, su arrogancia inquebrantable. "¡Nadie se va de mi fiesta sin permiso!", gritó, y ordenó a sus amigos destrozar su coche.
Una ira gélida y una resolución inquebrantable se apoderaron de Santiago. Mientras la multitud vitoreaba, él observaba con una calma peligrosa que los arrogantes no podían comprender, ignorantes de la verdad que yacía bajo el "coche barato". ¿Creían realmente que podían humillarlo así?
Con una sonrisa casi imperceptible, Santiago susurró: "Hazlo, pues". Afuera, los palos de golf de titanio rebotaron inútilmente del Mastretta. En ese instante, y con los guardaespaldas sujetándolo, Santiago discretamente hizo una llamada telefónica, activando una secuencia de eventos que cambiarían la noche para siempre.