La última vez que le recordé a Mateo nuestra promesa fue en la sala de catas de la bodega.
Era el aniversario de la fundación, una fecha sagrada para mí, un legado de mi madre.
Nuestros amigos estaban allí, sus risas llenaban el aire hasta que yo hablé.
"Mateo, ¿recuerdas lo que nos prometimos aquí de niños?"
Su expresión cambió, el calor se fue de sus ojos y una mueca de hastío apareció en su rostro.
"Eso son cosas de niños, Sofía. Ya hemos crecido".
Algunos de nuestros amigos soltaron risitas burlonas.
El calor subió a mis mejillas, pero fue el destello de algo en su cuello lo que me heló por dentro.
Su camisa estaba ligeramente desabrochada, y una marca roja, una que no era mía, era visible justo sobre la clavícula.
Mi corazón se sintió pesado, como una piedra.
En ese preciso momento, la puerta se abrió y entró Isabela Gámez.
Llevaba un humilde delantal de trabajo, fingiendo estar ocupada en la bodega.
Al verme, se encogió, como si mi sola presencia la asustara. Sus ojos se llenaron de lágrimas al instante y miró a Mateo.
"Lo siento, ¿he interrumpido algo?".
Su voz era un susurro frágil.
Mateo se levantó de un salto, furioso.
Con un movimiento brusco, volcó la mesa que tenía delante.
Las copas de cristal y las botellas de nuestro mejor vino se estrellaron contra el suelo de piedra.
Un trozo de cristal voló y me hizo un corte en el brazo. La sangre empezó a brotar, pero él ni siquiera me miró.
Corrió hacia Isabela y le arrancó el delantal con un gesto protector.
"¿No te he dicho que no tienes que trabajar? ¡Yo te cuido!".
Ella susurró, con la cabeza gacha.
"No quiero ser una carga...".
Entonces, Mateo se giró hacia mí, su mirada era una advertencia helada.
"Y que nadie se atreva a humillarla de nuevo, o se olvidará de nuestra vieja amistad".
El mensaje era para todos, pero sus ojos estaban fijos en mí.
Me acusaba sin palabras. Creía que yo, Sofía Valdepeñas, la heredera, había obligado a la "pobre" Isabela a trabajar para humillarla.
Pero Isabela, la hija del hombre que traicionó a mi familia, no necesitaba el dinero.
Mi hermano Javier y el propio Mateo se aseguraban de que tuviera más de lo que necesitaba.
Todo era un teatro, una actuación para parecer la víctima.
Pero yo sabía que nadie me creería.
Mi novio de toda la vida, el hombre que me regaló una medalla familiar como promesa de futuro, me miraba como si yo fuera la villana.
"Sofía, con tu arrogancia de heredera, ya no puedo respirar", me había dicho unos días antes.
Y mi hermano, Javier, el que le juró a nuestra madre en su lecho de muerte que me protegería siempre, ahora solo tenía ojos para la recién llegada.
"Isabela lo ha pasado muy mal. Compartir mi afecto contigo no es pedirte demasiado, ¿verdad?", me espetó cuando intenté recordarle su juramento.
Ahora, en la sala de catas en ruinas, con el brazo sangrando, entendí que estaba sola.