Sabía que cualquier cosa que dijera sería inútil.
En sus ojos, yo era la villana de una telenovela barata.
Mateo me miraba con desprecio, mientras Isabela se escondía en sus brazos, temblando fingidamente.
"Un acuerdo como el nuestro es un lastre. Se acabó, Sofía", dijo él, su voz era dura y final.
Estaba cansada de luchar, cansada de intentar abrirles los ojos.
Asentí lentamente.
"De acuerdo".
Mi calma pareció sorprenderlo más que cualquier grito o lágrima.
Isabela, desde la seguridad de su abrazo, me miró con una mezcla de sorpresa y triunfo mal disimulado.
Sus lágrimas seguían cayendo, una herramienta que manejaba con maestría.
"Mateo, no es su culpa... Quizás yo no debería estar aquí...", gimoteó.
"Claro que debes estar aquí", la consoló él, acariciándole el pelo. "Tú no has hecho nada malo".
Me llevé la mano al cuello y desabroché la cadena de oro.
La medalla de la familia Rivas, que su madre me había dado cuando éramos adolescentes, se sintió fría en mi palma.
Se la ofrecí.
"Entonces, devuélveme la pluma de mi madre que te regalé".
Era una pluma estilográfica antigua, una de las pocas cosas que conservaba de ella. Se la di en nuestro décimo aniversario, un símbolo de mi confianza y de mi historia.
Él la sacó bruscamente del bolsillo de su chaqueta y casi me la arrojó a la mano.
"Toma. No soy como tú, que te aferras a vejestorios".
Apreté la pluma con fuerza, su metal frío era un pobre consuelo.
Me di la vuelta y salí de la sala de catas, dejando atrás el desorden, el olor a vino derramado y las ruinas de mi vida.
No miré atrás.
Al llegar a casa, la traición me esperaba en otra forma.
Mi hermano Javier estaba en el salón, con una carpeta de documentos sobre la mesa.
Su mirada era esquiva, no podía sostenerme los ojos.
"Sofía, he estado pensando...", comenzó, con una voz falsamente conciliadora. "Isabela ha pasado por mucho. Creo que sería un buen gesto cederle la propiedad del olivar viejo".
El olivar viejo. El legado de mi madre. El lugar donde aprendí a caminar, donde ella me contaba historias bajo la sombra de los árboles centenarios.
"¿Qué has dicho?", pregunté, mi voz era un susurro peligroso.
Él empujó los papeles hacia mí.
"Solo tienes que firmar. Es para darle algo propio, una seguridad".
Tomé los papeles. Eran los documentos legales para la transferencia de la propiedad.
Sin pensarlo dos veces, los rompí por la mitad, y luego otra vez, hasta que solo fueron trozos inútiles en mis manos.
Los dejé caer sobre la mesa.
"¿No recuerdas lo que le prometiste a mamá?", le pregunté, mi voz temblaba de rabia contenida.
Él finalmente levantó la vista, pero su mirada estaba llena de una lástima que no era para mí.
Bajó la mirada de nuevo, culpable.
"Isabela también es como mi hermana ahora. Se merece una parte. Deja de ser tan egoísta, Sofía".
Egoísta. La palabra resonó en el silencio de la habitación.
Ellos me lo habían quitado todo, y yo era la egoísta.