En mi vida pasada, morí en el suelo frío de la bodega familiar.
La afilada herramienta de poda se clavó en mi costado, y la sangre, tan roja como el vino que tanto amaba, manchó el suelo de piedra.
Mientras mi vida se escapaba, vi a mi prima Isabel susurrarle algo al padre de Miguel, el hombre que me había empujado. Su rostro estaba lleno de una satisfacción que me heló hasta los huesos.
Luego se arrodilló a mi lado, su aliento cálido en mi oído mientras el mío se enfriaba.
«Sofía, fue Javier quien les dijo que tu tratamiento era una estafa», me confesó con una sonrisa torcida. «Les dijo que solo querías venderles productos caros de la bodega».
Javier. Mi prometido.
«El título de 'Maestra Enóloga' de La Rioja solo puede ser mío», sentenció ella, levantándose para dejarme morir sola.
El dolor era inmenso, pero la traición dolía más. Todo comenzó cuando la familia García, nuestros vecinos de toda la vida, vinieron a buscarme. Sus viñedos centenarios se morían por una plaga desconocida.
Yo identifiqué de inmediato una rara filoxera mutante. Requería un tratamiento orgánico, complejo y caro, pero era la única forma de salvar las cepas.
Apliqué el primer paso con éxito, pero al día siguiente, todo se vino abajo.
Isabel y Javier los convencieron. Les dijeron que mi método era un engaño, que un simple pesticida químico barato bastaría.
Desesperados y tacaños, me hicieron caso omiso. Aplicaron el químico.
La reacción fue violenta, fulminante. El químico no solo mató la plaga, sino que reaccionó con mi tratamiento orgánico y aniquiló cada una de las vides. El viñedo quedó estéril.
Arruinados, me culparon a mí. La discusión en la bodega, el empujón, la herramienta de poda... y la muerte.
Ahora, abro los ojos.
El sol de la tarde entra por la ventana de mi laboratorio en la bodega. El olor a tierra húmeda y a uva fermentada me llena los pulmones. Estoy viva.
Escucho voces fuera. La puerta se abre.
Es el señor García, con su hijo Miguel. Sus rostros están cargados de desesperación.
«Sofía, por favor, tienes que ayudarnos», suplica el señor García. «Nuestras viñas se están muriendo. Nadie sabe qué es».
Es el mismo día. El día en que todo empezó.
Mi corazón late con fuerza, no de miedo, sino de una rabia fría y lúcida.
Reconozco la situación. Recuerdo cada palabra, cada gesto.
Empiezan a cuestionar mis métodos antes de que siquiera hable. Se quejan del posible coste, de lo complicado que suena todo.
En mi vida pasada, les rogué que confiaran en mí. Les expliqué pacientemente, les ofrecí descuentos, les prometí resultados.
Esta vez no.
Los miro fijamente, mis ojos vacíos de la compasión que una vez sentí.
«Tienen razón», digo con una frialdad que los sorprende.
Me quito los guantes de trabajo y los dejo sobre la mesa.
«Busquen a otro enólogo».