El Costo de la Codicia: Una Segunda Oportunidad
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Capítulo 2

El silencio en el laboratorio era denso. El señor García y Miguel me miraron, boquiabiertos. No esperaban esa respuesta.

«Pero, Sofía...», tartamudeó Miguel, «eres la mejor. Tu abuelo...».

«Mi abuelo no está aquí», lo corté. «Y yo no voy a perder mi tiempo ni mis recursos en alguien que no confía en mi criterio desde el principio».

Me di la vuelta, dándoles la espalda, y comencé a limpiar mis herramientas. Era una clara señal de que la conversación había terminado.

Justo en ese momento, como un buitre que huele la carroña, apareció Isabel.

Entró con una sonrisa encantadora, fingiendo preocupación.

«¿Qué ocurre, tío García? ¿Miguel? ¿Por qué esas caras?».

El señor García, visiblemente ofendido por mi actitud, se giró hacia ella. «Tu prima se niega a ayudarnos. Dice que no vale la pena».

Isabel me lanzó una mirada de falso reproche y luego se centró en ellos, convirtiéndose en la salvadora.

«No se preocupen», dijo con voz melosa. «Yo me encargaré. Déjenme echar un vistazo. Seguro que es solo un hongo común. Con un buen tratamiento químico, estará resuelto en un par de días».

Su diagnóstico era superficial, erróneo y peligrosamente simple. Pero era exactamente lo que los García querían oír: algo fácil y barato.

«Gracias, Isabel. Sabía que podíamos contar contigo», dijo el señor García, lanzándome una última mirada de desprecio antes de salir con ella hacia sus viñedos.

La noticia corrió por el pueblo como la pólvora.

«Sofía, la enóloga prodigio, se ha vuelto arrogante».

«Abandonó a los García en su peor momento».

«Le falta empatía. El éxito se le ha subido a la cabeza».

Mi reputación, construida con años de trabajo duro y dedicación, se desplomó en cuestión de horas. Isabel, por otro lado, se convirtió en la heroína local.

Su objetivo era evidente. Quería acumular "éxitos" rápidos y sencillos para impresionar a su padre, mi tío Don Alejandro, el director de la bodega. Aspiraba al puesto de Directora Técnica, un cargo que le daría el control que tanto ansiaba.

Unas horas más tarde, mi novio, Javier, entró en el laboratorio. Su rostro carismático mostraba una estudiada preocupación.

«Sofía, cariño, ¿qué has hecho?», dijo, intentando abrazarme.

Me aparté de él. Su contacto me producía náuseas.

«Todo el pueblo habla de ti. Tienes que arreglar esto. Ve a disculparte con los García, ofréceles ayuda. Yo puedo mediar».

Actuaba como si se preocupara por mí, por mi carrera. Pero yo sabía la verdad. No estaba protegiéndome a mí, estaba protegiendo el plan de Isabel.

Lo miré a los ojos, disfrutando del desconcierto que crecería en ellos.

«Se acabó, Javier».

«¿Qué? ¿De qué hablas?».

«Rompemos», dije, mi voz firme como el acero. «Y no te molestes en negarlo. Sé lo tuyo con Isabel».

            
            

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