La Bailaora y el Heredero
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Capítulo 1

La noche sevillana olía a azahar y a peligro. Luciana Garcia lo sabía bien. En Triana, su barrio, la belleza y la amenaza bailaban juntas en cada esquina.

Esta noche, el peligro la había encontrado.

Un matón local, obsesionado con ella, le había echado algo en la bebida. Sentía el veneno correr por sus venas, nublando su mente, haciendo que sus piernas pesaran como el plomo.

"Te casarás conmigo, Luciana. Serás mía."

La voz del hombre era un susurro grasiento en su oído.

No. Nunca.

Con el último gramo de voluntad, se zafó y corrió hacia la única escapatoria posible: el río Guadalquivir. El agua negra y fría la recibió con un abrazo helado.

La corriente la arrastró. El mundo se convirtió en un torbellino de luces borrosas y agua oscura.

Justo cuando sus pulmones ardían y la oscuridad comenzaba a reclamarla, unos brazos fuertes la rodearon. La sacaron del agua, depositándola con brusquedad en la orilla.

Tosió, escupiendo agua y bilis. El hombre que la había salvado era una silueta alta y poderosa contra las luces de la ciudad.

Máximo Castillo estaba en Sevilla por negocios, cerrando un trato para sus bodegas. No esperaba terminar la noche pescando a una mujer del río.

La miró con desdén. Estaba empapada, temblando, y sus ojos tenían un brillo febril y extraño.

Luciana, en su delirio inducido por la droga, no vio a un salvador. Vio una tabla de salvación. Se aferró a él, buscando calor, buscando seguridad.

"Ayúdame," balbuceó, su voz rota.

Sin control sobre su cuerpo, se acercó y lo besó. Sus manos, torpes y desesperadas, rasgaron la tela cara de su camisa.

Máximo se tensó. Su mandíbula se apretó con furia. Para él, un hombre acostumbrado a que las mujeres se le lanzaran encima por su dinero y su apellido, esto era la táctica más vulgar y descarada que había visto nunca. Una cazafortunas de la peor calaña.

"¡Suéltame!" gruñó, apartándola con fuerza.

Ella cayó hacia atrás, pero sus ojos seguían fijos en él, llenos de una confusión que él interpretó como astucia.

Vio el estado en que se encontraba, la dilatación de sus pupilas. Esto no era solo alcohol. Estaba drogada. Por suerte para ella, él siempre viajaba preparado. Sacó una pequeña caja de su maletín y le dio una pastilla.

"Trágatela. Es un antídoto. Te despejará la cabeza."

La observó tomarla, con una mezcla de asco y una extraña punzada de responsabilidad. Luego, sin decir una palabra más, se dio la vuelta y se marchó, dejando atrás a la mujer que, sin saberlo, iba a trastocar todo su mundo.

Horas más tarde, Luciana despertó en su humilde cama. La cabeza le daba vueltas. Los recuerdos volvían en flashes: el matón, el río, el beso desesperado a un extraño de rostro duro.

La vergüenza la quemó por dentro.

Pero el pánico real llegó después, cuando su madre adoptiva entró en la habitación.

"Hija, los señores Castillo han llamado. Vienen a por ti. Eres su hija perdida."

Luciana se quedó helada. Sabía esta historia. La había leído en una novela barata. La hija perdida de una familia rica, despreciada por el heredero y atormentada por la hermana adoptiva. Un cliché andante.

"No... no puede ser," susurró.

"¡Sí! ¡Es nuestra oportunidad!" exclamó su madre, con los ojos brillantes de emoción. "Toma, hija, he preparado esto para ti."

Le entregó un pequeño paquete de tela. Dentro, había hierbas secas con un olor dulzón y penetrante.

"Son hierbas especiales. Úsalas con el heredero, ese hombre rico de Jerez. Asegura tu futuro, mi niña. Sácanos de esta miseria."

Luciana miró las hierbas, sintiendo náuseas. Su madre, en su ignorancia y amor desesperado, le estaba pidiendo que se vendiera. Para no romperle el corazón, para no añadir más preocupación a su rostro cansado, aceptó el paquete.

"Gracias, mamá."

Lo que no sabía era que, al otro lado de la delgada pared, dos hombres escuchaban cada palabra.

Máximo Castillo y su primo, Leon Hewitt, estaban de pie en el callejón. Habían venido a buscar a la supuesta hija perdida. Y lo que acababan de oír confirmaba las peores sospechas de Máximo.

"¿Has oído eso?" siseó Máximo, con el rostro contraído por el desprecio. "Hierbas afrodisíacas. Te lo dije, Leon. Es una vulgar cazafortunas."

Leon, un guitarrista bohemio de espíritu libre, se había sentido intrigado por la idea de conocer a su prometida, la misteriosa hija perdida. Pero la escena que acababa de presenciar le revolvió el estómago.

"Tenías razón," dijo Leon, con la voz desprovista de toda su alegría habitual. "Rompo el compromiso. Ahora mismo. No me casaré con una mujer así."

"Buena elección," asintió Máximo.

Leon se marchó, dejando a Máximo con la desagradable tarea. Tenía que llevar a esa mujer a su casa. Una promesa era una promesa.

Entró en la humilde vivienda sin llamar. Su presencia llenó el pequeño espacio, su traje caro y su aura de poder totalmente fuera de lugar.

Miró a Luciana, que se había puesto de pie, pálida y asustada.

"Soy Máximo Castillo," dijo, su voz fría como el acero. "He venido a llevarte a Jerez."

Luciana lo reconoció al instante. Era el hombre del río. El hombre al que había besado. El hombre que ahora la miraba como si fuera basura.

El pánico la atenazó. Intentó arreglar el desastre anterior. Recordó su camisa rota. Corrió a su costurero y sacó un billete de cincuenta euros, arrugado y viejo.

"Tome... esto es por su camisa," dijo, extendiendo el dinero con mano temblorosa. "Lo siento mucho. No estaba en mi sano juicio."

Máximo ni siquiera miró el dinero. Su amigo Curtis, el capataz de las bodegas que lo había acompañado, soltó una risita.

"Jefe, creo que nunca te habían pagado por una camisa rota," comentó Curtis, divertido.

Máximo ignoró a su amigo. Su mirada helada estaba fija en Luciana.

"Guárdese su dinero," espetó. "Y guárdese sus trucos. Conozco perfectamente a las mujeres como usted. Pero que le quede clara una cosa: en mi casa, no intente ninguna de sus artimañas. No se acerque a mí. No me toque. ¿Entendido?"

Luciana asintió, incapaz de hablar. El desprecio en su voz era tan palpable que casi podía tocarlo.

"Vámonos," ordenó Máximo, dándose la vuelta.

El viaje en coche a Jerez fue un silencio tenso y pesado. Luciana se pegó a la puerta del pasajero, intentando hacerse lo más pequeña posible, manteniendo la máxima distancia con el hombre que la odiaba a primera vista.

Se sentía atrapada, asustada y completamente sola. Este no era el comienzo de un cuento de hadas. Era el comienzo de una guerra. Y ella ni siquiera sabía cómo luchar.

El cansancio y la tensión del día finalmente la vencieron. Se quedó dormida, con la cabeza apoyada en la fría ventanilla.

En algún momento, su cuerpo se relajó y su cabeza se deslizó, cayendo suavemente sobre el hombro de Máximo.

Él se despertó de un respingo, como si lo hubiera tocado un hierro al rojo vivo. El contacto fue breve, pero fue suficiente para enviarle una sacudida de pánico y repulsión.

Miró su hombro con asco, como si ella lo hubiera contaminado.

            
            

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