"He dicho que no me toques," siseó él, su voz era un látigo. "Si vuelves a intentarlo, te juro que te dejaré tirada en medio de la carretera."
El miedo se apoderó de ella, un miedo frío y paralizante. Sabía que no bromeaba. La humillación era tan intensa que deseó que la tierra se la tragara. Se golpeó la cabeza contra la ventanilla, un gesto de autocastigo.
"No volverá a pasar," susurró, más para sí misma que para él.
Máximo la observó por el rabillo del ojo. La vio castigarse y una extraña sensación lo recorrió. Era una mezcla de satisfacción y algo más, algo que no quería nombrar. Se apartó aún más, pegándose a su propia puerta, creando una distancia física que reflejaba el abismo emocional que los separaba.
Luciana cerró los ojos, pero no para dormir. Se concentró en el hombre que conducía. A pesar de su hostilidad, no podía negar la cruda atracción física que sentía. Era alto, con hombros anchos y una presencia imponente. Su perfil era duro, cincelado, y sus manos, firmes en el volante, parecían capaces tanto de crear como de destruir.
Pero era un imposible. Él la odiaba. La veía como una arribista, una mujerzuela. Cualquier sentimiento que pudiera tener era una locura, un camino directo a más dolor y humillación. Tenía que olvidarlo. Tenía que sobrevivir.
El resto del viaje transcurrió en un silencio glacial. Máximo no volvió a mirarla. Simplemente condujo, cumpliendo con su deber de transportarla como si fuera una carga no deseada.
Cuando finalmente llegaron a la finca de los Castillo, el sol comenzaba a ponerse, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y púrpuras. El cortijo era magnífico, una fortaleza de lujo andaluz rodeada de viñedos que se extendían hasta donde alcanzaba la vista.
En el porche, la familia esperaba.
Sabrina Lloyd, la hija adoptiva, estaba en el centro, elegante y perfecta en un vestido de diseñador. A su lado, la tía Teresa, una viuda amargada, la miraba con adoración.
"No entiendo por qué tenemos que acoger a esa... chica de la calle," dijo Sabrina, con un tono de fingida preocupación. "He oído que es vulgar y sin educación. Traerá la vergüenza a nuestra familia."
"Tranquila, querida," la consoló la tía Teresa, apretando su mano. "Tu padre y tu madre tienen un sentido del deber. Pero todos sabemos quién es la verdadera hija de esta casa. Tú."
El coche se detuvo. Curtis, el capataz, abrió la puerta de Luciana.
Cuando ella salió, un silencio momentáneo cayó sobre el grupo. Su humilde vestido no podía ocultar su belleza natural. Tenía el pelo oscuro y ondulado, ojos grandes y expresivos, y una figura esbelta y grácil, producto de años de baile.
No era la criatura vulgar que esperaban. Era una belleza salvaje, sin pulir, que hacía que la elegancia estudiada de Sabrina pareciera de repente artificial y fría.
"Vaya," murmuró uno de los sirvientes. "Es más guapa que la señorita Sabrina."
Sabrina escuchó el comentario y sus labios se afinaron en una línea delgada. La envidia, rápida y venenosa, se apoderó de ella.
"La belleza no lo es todo," replicó la tía Teresa en voz alta, para que todos la oyeran. "Sin educación ni modales, no es más que una cara bonita y vacía."
Los padres de Máximo, el señor y la señora Castillo, se acercaron. Eran personas de la alta sociedad, atrapadas entre su afecto por Sabrina y su curiosidad por esta hija biológica recién descubierta.
"Bienvenida a casa, Luciana," dijo la señora Castillo, su voz amable pero distante. "Esperamos que te sientas cómoda aquí."
"Gracias, señora," respondió Luciana, su voz apenas un susurro.
"¿Qué planes tienes para el futuro, ahora que estás aquí?" preguntó el señor Castillo, con un tono práctico.
Luciana levantó la barbilla, una chispa de desafío en sus ojos.
"Quiero entrar en la Compañía de Danza Andaluza," declaró.
Sabrina soltó una risita burlona.
"¿Tú? ¿Una bailaora de flamenco? ¿Sin formación formal? Qué ambiciosa."
Los padres sonrieron con indulgencia, como si fuera el sueño ingenuo de una niña. El escepticismo en sus rostros era evidente.
Luciana los ignoró. Dejó que se rieran. No sabían nada de ella. No sabían del duende que corría por sus venas, del fuego que se encendía en su alma cuando bailaba. No sabían que era una escritora de misterio con un seudónimo secreto, "El Cuervo de la Giralda". Tenía talentos ocultos que ellos no podían ni imaginar. Y los usaría para conseguir lo que quería: respeto e independencia.
Sabrina, sin embargo, vio la determinación en los ojos de Luciana. La diversión inicial se convirtió en cálculo frío. Esta chica no era solo una cara bonita. Era una amenaza. Y había que eliminarla.
"Te ayudaré a instalarte," dijo Sabrina, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos.
La llevaron a su habitación. Estaba en el ala de servicio, pequeña y austera, muy lejos de la lujosa suite de Sabrina. El mensaje era claro: era una invitada, no una igual.
"Sé que no has traído mucha ropa," continuó Sabrina, abriendo un armario. "Te he dejado algunos de mis vestidos viejos. Espero que te sirvan."
Le tendió un hermoso vestido de seda. Luciana lo tomó, agradecida por un momento, hasta que sus dedos encontraron el desgarro. No era un accidente. Era un corte limpio y deliberado, escondido en una costura. Una humillación sutil, diseñada para hacerla parecer torpe y descuidada.
Luciana miró a Sabrina, que la observaba con una expresión de falsa inocencia.
"Gracias," dijo Luciana, su voz tranquila. "Eres muy amable."
Sabrina sonrió, satisfecha. La trampa estaba puesta.
Pero mientras Sabrina salía de la habitación, Luciana examinó el vestido. Era una experta con la aguja y el hilo, una habilidad aprendida por necesidad en su barrio. Vio el corte no como un insulto, sino como una oportunidad.
Iba a convertir esa trampa en su primera victoria.