El rostro de Javier se contrajo de pánico.
"Isabela, vámonos. Hablemos fuera", dijo, intentando agarrarme del brazo.
Me solté de un tirón.
"No tenemos nada de qué hablar."
Intentó arrastrar a Sofía hacia la salida, pero yo me interpuse en su camino.
"Aún no he terminado."
Javier me miró, sus ojos suplicaban.
"Por favor, Isa. No hagas una escena. Lo siento, ¿vale? Fui un idiota. Lo arreglaré. Te lo prometo. Volveremos a ser como antes."
"¿Como antes?", me reí, una risa amarga y sin alegría. "¿Quieres decir, como cuando me mentías? ¿O como cuando me despreciabas? No, gracias. No quiero volver a 'antes'."
En mi interior, la decisión era de acero. No había perdón. No había vuelta atrás.
De repente, Sofía soltó un grito agudo y se desplomó en el suelo.
"¡Mi corazón! ¡No puedo respirar!", jadeó, agarrándose el pecho.
Javier se giró hacia ella al instante.
"¡Sofía! ¿Qué te pasa?"
Luego se volvió hacia mí, su rostro lleno de furia.
"¡Mira lo que has hecho! ¡La vas a matar!", me gritó, arrodillándose junto a ella.
La actuación era tan obvia, tan patética, que casi me dio pena. Pero la ira era más fuerte.
Sofía, desde el suelo, extendió una mano temblorosa hacia mí.
"La peineta... Es mía ahora... Él me la dio...", gimió.
Javier se levantó de un salto y se abalanzó sobre mí.
"¡Dásela! ¡Es lo menos que puedes hacer después de casi matarla de un susto!", exigió, intentando arrancarme la peineta de la mano.
"¡No la toques!", grité, aferrándola con todas mis fuerzas.
"¡Está sucia en tus manos!", chilló Sofía desde el suelo. "¡Él me eligió a mí!"
La palabra "sucia" fue la chispa que incendió la pólvora. En el forcejeo, la mano de Javier golpeó la mía. La peineta voló por los aires, girando en el aire en una danza macabra.
El tiempo pareció detenerse.
Luego, el sonido. Un crujido seco y definitivo que resonó en todo el local.
La peineta de carey de mi abuela yacía en el suelo, hecha añicos.
El silencio fue total.
Entonces, vi algo que nunca olvidaría. Una pequeña sonrisa de triunfo en los labios de Sofía.
Javier miró los trozos rotos, luego a mí. Su rostro era una máscara de odio.
"¿Estás contenta?", siseó. "Lo has destruido todo. Siempre lo destruyes todo."
Por un segundo, vi un destello de algo parecido al remordimiento en sus ojos.
"Isa... yo... lo siento. Te compraré otra. La mejor que encuentre", balbuceó.
Pero sus palabras se las llevó el viento. Se arrodilló junto a Sofía, la levantó en brazos como si fuera una princesa herida y la sacó del local, sin mirar atrás ni una sola vez.
Me quedé sola, en el centro del círculo, mirando los restos de mi pasado. De mi amor. De mi herencia.
De repente, empecé a reírme. Una risa histérica, rota, que venía de lo más profundo de mi dolor.
Me arrodillé. Ignoré las miradas de pena y curiosidad. Con cuidado, recogí el trozo más grande de la peineta. El trozo donde estaba grabado el nombre de mi abuela: "Carmen".
Lo apreté en mi puño. El borde afilado se clavó en mi palma, pero no sentí dolor. Era un dolor externo, insignificante comparado con el desgarro interior.
Me levanté.
Lucía estaba a mi lado, con lágrimas en los ojos.
"Lo siento tanto, Isa."
Negué con la cabeza.
"No lo sientas. Acaba de empezar."
Saqué mi teléfono. Entré en la aplicación de la aerolínea. Busqué un vuelo. El primero que saliera de Sevilla por la mañana. Destino: la finca de los Vargas.
Compré el billete.
Era el punto final. No había vuelta atrás.