Miré el teléfono, la pantalla oscura. Mi reflejo me devolvió una imagen de ansiedad. Llevaba el vestido que a él le gustaba, el pelo recogido en un moño bajo, como a él le gustaba. Siempre como a él le gustaba.
La puerta se abrió de golpe. Era Javier. Su cara estaba iluminada, pero no por mí.
"¡No te lo vas a creer, Sofi!", dijo al teléfono, sin siquiera mirarme. "¡Lo tenemos! ¡Todo es gracias a ti, a tu energía, a tu inspiración!"
Mi corazón se detuvo. Sofía. La becaria. La joven de ojos grandes y sonrisa fácil que había llegado al estudio hacía seis meses.
Javier finalmente colgó y me miró, su euforia se desvaneció y fue reemplazada por una prisa impaciente.
"Isa, necesito algo. Rápido."
"¿El qué?", mi voz sonó más frágil de lo que pretendía.
"La peineta de tu abuela. La de carey. Dámela."
Sentí un frío recorrer mi espalda. Esa peineta no era una joya cualquiera. Era el último recuerdo de mi abuela, la bailaora que me había enseñado a amar el flamenco. Era una reliquia, un símbolo de mi familia, de mi arte, de mi alma.
"¿Para qué la quieres?", pregunté, aunque ya sabía la respuesta y me aterrorizaba.
"Es para la fiesta de celebración de esta noche. Sofía no tiene nada bonito que ponerse. Pobrecita, nunca ha tenido nada. Quiero que la luzca ella. Se lo merece."
Las palabras me golpearon como una bofetada. La displicencia en su voz, la forma en que minimizaba el valor de mi herencia para dársela a otra.
"No, Javier. Esa peineta no sale de esta casa. Y menos para que la lleve ella."
Su rostro se endureció.
"No seas egoísta, Isabela. Es solo un peine. Puedo comprarte otro, uno más caro si quieres."
"No es un peine", dije, mi voz temblando de rabia y dolor. "Es mi abuela. Es mi honor."
"No empieces con tus dramas flamencos", espetó, dándose la vuelta. "Me voy a la fiesta. No me esperes despierta."
La puerta se cerró, dejándome sola en un silencio que gritaba traición.
Mis manos temblorosas buscaron el teléfono. No pensé. Solo actué. Marqué un número que sabía de memoria, un número que me había prometido no llamar nunca.
Sonó dos veces.
"¿Isabela?", la voz al otro lado era profunda, tranquila, como siempre. Era Mateo Vargas.
Durante años, Mateo había sido un mecenas silencioso de nuestro tablao familiar. Heredero de la ganadería más legendaria de Andalucía, un hombre de poder y tradición. Y durante años, cada vez que me veía, sus ojos decían lo que sus labios solo pronunciaron una vez: "Deja a ese payaso y cásate conmigo".
"Mateo", mi voz se quebró.
Hubo una pausa. Podía sentir su preocupación a través de la línea.
"¿Qué ha pasado?"
Tomé aire. La decisión se formó en mi mente, sólida y afilada.
"Tu oferta", dije, con una claridad que me sorprendió a mí misma. "¿Sigue en pie?"
Silencio de nuevo. Esta vez, fue un silencio cargado de tensión, de incredulidad.
"Siempre ha estado en pie, Isabela. Sabes que sí. ¿Hablas en serio?"
"Nunca he hablado más en serio en mi vida", respondí.
Justo en ese momento, la puerta se abrió de nuevo. Era Javier. Había olvidado su cartera. Me miró con el teléfono en la mano, ajeno a la bomba que acababa de detonar en mi vida.
"¿Con quién hablas?", preguntó con indiferencia, buscando en la mesa.
"Con mi futuro", le respondí, mirando sus ojos sin parpadear.
Él se rió, sin entender.
"No seas tan dramática. Mira, lo siento, ¿vale? Es que Sofía... es tan joven, tan frágil. Me da pena."
Mientras hablaba, su teléfono se iluminó sobre la mesa. Un mensaje de "Sofi ❤️". Y debajo, una foto. Era ella, sonriendo, con un filtro de corazones. Y en el texto, visible incluso a distancia: "¿Conseguiste el peine para tu musa? 😉".
Sentí náuseas. La palabra "musa" me quemó por dentro.
Javier cogió su cartera y su teléfono, sin darse cuenta de lo que yo había visto.
"Bueno, me voy. La fiesta es importante. Es mi gran noche", dijo, y se acercó para darme un beso en la frente.
Me aparté.
"¿Y nuestra noche? ¿Y nuestra promesa? Dijiste que cuando consiguieras el contrato..."
Él suspiró, irritado.
"Ahora no, Isabela. No estropees mi momento. Hablaremos mañana."
Se fue. Y yo me quedé allí, de pie, sintiéndome como una extraña en mi propia casa, en mi propia vida. Me miré en el espejo. Vi a una mujer de veintiocho años, una bailaora respetada, reducida a una costumbre, a un mueble. Y luego pensé en Sofía, en su juventud, en su frescura. La inseguridad me inundó.
Mi teléfono vibró. Era un mensaje de Lucía, mi mejor amiga. No eran palabras. Era un enlace a una historia de Instagram.
Lo abrí.
Era un video en directo desde la fiesta. La música estaba alta, la gente aplaudía. Y en el centro, Javier, con un micrófono en la mano.
"Quiero dedicar este éxito", decía, con la voz cargada de emoción, "no solo a mi equipo, sino a una persona que ha sido mi verdadera inspiración, mi luz, mi musa... Sofía."
La cámara giró hacia ella. Sofía lloraba de emoción, llevándose las manos a la boca. La gente vitoreaba.
Y entonces, lo vi. Javier se arrodilló. No podía oír lo que decía, pero vi cómo sacaba algo de su bolsillo. Algo oscuro y brillante.
Mi peineta.
Le estaba proponiendo matrimonio. Con la peineta de mi abuela.
El teléfono se me cayó de las manos. Un grito ahogado escapó de mi garganta. El dolor era tan agudo, tan físico, que me doblé por la mitad, como si me hubieran apuñalado. Era el final.