En el remoto pueblo cafetalero, el aire siempre olía a tierra húmeda y a trabajo duro, pero ese día, olía a algo más, a un cambio que llevaba trece años esperando.
Yo tenía dieciocho años y me llamaban Lina, aunque ese no era mi nombre real.
Crecí aquí, en las plantaciones de la familia Castillo, bajo el mando de la capataz, una mujer que también era mi madre adoptiva.
Ella no me quería, solo me usaba.
Hoy, ella estaba más nerviosa que nunca, arreglando el vestido de su verdadera hija, Scarlett.
"Scarlett, querida, párate derecha," le decía con una voz que nunca usó conmigo, "Cuando lleguen los señores Castillo, tienes que ser perfecta, ¿entiendes? Esta es nuestra única oportunidad de salir de este maldito lugar."
Scarlett, que había vivido lejos en la ciudad gracias a los ahorros de su madre, se quejaba.
"Mamá, este vestido pica, y no entiendo por qué tengo que fingir ser otra persona."
"Cállate, niña tonta," siseó la capataz, "Solo tienes que decir que eres Annabel Castillo, su hija perdida, ¿es tan difícil? Llevas años preparándote para esto."
Yo observaba desde un rincón, con las manos sucias de tierra. Nadie me prestaba atención. Para ellos, yo era solo parte del paisaje, una trabajadora más.
Pero yo sabía la verdad.
Yo conocía a la verdadera Annabel.
Éramos amigas.
La historia comenzó hace trece años, cuando yo tenía cinco. Unos traficantes de personas me secuestraron. En el oscuro y sucio sótano donde me retuvieron, conocí a otra niña.
Era Annabel Castillo.
A diferencia de mí, ella no había sido tomada a la fuerza.
"Les pagué para que me llevaran," me susurró una noche, con los ojos llenos de un miedo que no era por los secuestradores. "No quería estar en mi casa. Solo soy... un banco de sangre para mi hermana."
Me contó que sus padres, los ricos y poderosos Castillo, solo la habían tenido para que fuera donante de médula ósea y sangre para su hermana mayor, Luciana, que padecía una enfermedad rara.
Unos días antes de que la secuestraran, la habían forzado a donar sangre y estaba débil.
Juntas planeamos escapar. Corrimos por las montañas, con el sonido de nuestros corazones latiendo con fuerza. Pero Annabel no pudo más.
Cayó, y una roca afilada le abrió una herida profunda en la pierna.
"Lina," me dijo, con la voz cada vez más débil, mientras la sangre manchaba la tierra, "No lo lograré."
Me entregó un pequeño amuleto de jade, con la forma de un grano de café.
"Esto es mío, es la prueba. Ahora es tuyo."
"Prométeme una cosa," susurró. "Haz que paguen. Saben dónde encontrar la caja fuerte... la contraseña es el cumpleaños de Luciana. Dentro están todos sus secretos sucios."
Annabel murió en mis brazos.
Poco después, me encontraron. No la policía, sino los hombres de la plantación Castillo. Me llevaron aquí, a este pueblo perdido, y me entregaron a la capataz.
Nadie preguntó quién era yo. Me dieron un nombre nuevo, Lina, y una vida de trabajo y maltrato.
Y ahora, trece años después, los Castillo venían a buscar a su hija perdida, no por amor, sino porque Luciana necesitaba desesperadamente un trasplante.
La capataz, codiciosa y cruel, iba a presentar a su propia hija, Scarlett, como la heredera.
Yo esperé. Mi venganza, la promesa que le hice a Annabel, estaba a punto de comenzar.