"Luciana, firma aquí. Ya que no puedes darme un nieto, al menos ten la decencia de no estorbar".
Mi suegra me arrojó los papeles del divorcio sobre la mesa del comedor, su voz llena de desprecio.
A su lado, mi esposo, Patrick Chavez, me miraba con una frialdad que nunca antes había visto.
"Firma, Luciana. Mi madre no se siente bien, no le causes más problemas".
En ese momento, el teléfono de mi suegra vibró sobre la mesa. Ella lo tomó con una sonrisa triunfante y me mostró su estado de WhatsApp.
Era la foto de una ecografía.
Debajo, un texto que decía: "¡Pronto seré abuela! ¡La familia Chavez tendrá un heredero!".
Me quedé mirando la pantalla, luego a sus rostros expectantes. Esperaban que me derrumbara, que suplicara.
Pero en lugar de eso, me reí.
Solté una carcajada, primero suave, luego más fuerte, hasta que las lágrimas corrieron por mis mejillas.
Mi suegra frunció el ceño, confundida. "¿De qué te ríes, árbol seco?".
Patrick también me miró con irritación. "¿Perdiste la cabeza?".
No, no la había perdido. Al contrario, nunca había tenido las cosas tan claras.
Recordé perfectamente el día que fuimos a la clínica para los exámenes prenupciales, justo antes de casarnos.
Recordé el rostro pálido del médico y el diagnóstico que me entregó en secreto, a petición mía.
Recordé las palabras exactas: Azoospermia. Infertilidad masculina incurable.
Guardé ese secreto por amor, para proteger su orgullo, para mantener vivo mi sueño de tener una familia con él.
Qué estúpida fui.
Ellos creían que me estaban acorralando, que me dejaban sin nada.
Pero yo tenía la única verdad que importaba, la bomba que estaba a punto de destruir su pequeño y sucio plan.