Crecí en un pequeño pueblo cafetalero, criada por mi abuela. Mis padres, según me contó, me abandonaron. Mi único recuerdo de ellos era un amuleto de filigrana de Mompox que siempre llevaba colgado al cuello.
Por eso, mi mayor anhelo siempre fue tener una familia propia, un hogar lleno de amor y risas, todo lo que yo no tuve.
Conocí a Patrick en la universidad. Era encantador, atento y parecía no importarle mis orígenes humildes. Me enamoré perdidamente. Cuando me propuso matrimonio, sentí que mi sueño se hacía realidad.
Pero la realidad fue una pesadilla.
Desde el primer día, su madre me trató como a una sirvienta. Limpiar, cocinar, lavar, todo recaía sobre mí.
"Es tu deber como esposa", decía.
Al principio, Patrick intentaba defenderme.
"Mamá, por favor, Luciana está cansada, trabajó todo el día".
Pero su defensa siempre terminaba con un suspiro y una rendición. Su madre solo tenía que toser un poco o llevarse una mano al pecho para que él cediera.
"Mi madre tiene una salud frágil, Luciana. Sé comprensiva, por favor. Hazlo por mí".
Y yo lo hacía. Por él. Por nuestro matrimonio. Por la familia que tanto deseaba.
Luego empezó la presión por los hijos. Cada mes, la misma pregunta de mi suegra.
"¿Y bien? ¿Ya hay noticias?".
Cada mes, mi respuesta negativa era recibida con un bufido de desdén.
"Tanta juventud y no sirves para nada. Un árbol seco".
La humillación era constante, un veneno lento que me consumía día a día. Patrick, en lugar de apoyarme, se unió al coro.
"Quizás deberías ver a otro médico, Luciana. Quizás el problema eres tú".
Él sabía la verdad. Yo se la había ocultado, pero él conocía su propio cuerpo. Sin embargo, era más fácil culparme a mí.
Yo era la esposa humilde, la huérfana. La culpable perfecta.