"Luciana, firma aquí. Ya que no puedes darme un nieto, al menos ten la decencia de no estorbar", me escupió mi suegra, arrojándome los papeles del divorcio. A su lado, mi esposo, Patrick, me miraba con una frialdad desconocida. En la pantalla del teléfono de mi suegra, una ecografía proclamaba: "¡Pronto seré abuela! ¡La familia Chávez tendrá un heredero!".
Esperaban mi derrumbe, pero en cambio, me reí. La humillación constante, el ser llamada "árbol seco" y "huérfana miserable", había llegado a su clímax. Ellos creían que me dejaban sin nada, culpándome de una infertilidad que, irónicamente, era suya. Cada insulto, cada acto de desprecio, era un puñal que me hundían, mientras Patrick me traicionaba con su prima Yolanda, quien ahora estaba embarazada.
"¿De qué te ríes, árbol seco?", preguntó mi suegra, confundida. No, no había perdido la cabeza. Nunca antes había tenido las cosas tan claras, porque yo guardaba un secreto: el diagnóstico de azoospermia incurable de Patrick.
Pero antes de poder usar mi arma secreta, el destino me dio otra. Una llamada de la Fiscalía. "Su ADN coincide en un 99.9% con el de la familia Castillo". Castillo. Máximo Castillo, el rey del café. Mi jefe. De la noche a la mañana, la abandonada huérfana se convertía en la heredera de un imperio. Y mientras mi vida se transformaba, escuché a mi suegra y a Patrick dentro de mi casa: "Échala a la calle. No tiene a dónde ir. Es una huérfana miserable. La dejaremos sin nada. Se lo merece, por ser un árbol seco inútil."
La felicidad se convirtió en hielo. Tomé el informe de Patrick. La determinación fría y cortante me invadió. Ya no había amor que proteger. Solo quedaba la venganza.