El cuerpo de mi hermano estaba frío, sus labios azules.
A su lado, sobre la mesita de noche, había un folleto arrugado de una clínica clandestina.
"Donación de médula ósea. Pago rápido y generoso".
Y debajo, una nota escrita con su letra temblorosa.
"Para León. Para que Sasha sea libre".
Mi mundo se derrumbó.
El dinero que tenía en la mano, el dinero que Patrick había conseguido para "liberar" a Sasha, era el precio de su propia vida.
Se había vendido a sí mismo, su médula, su vida, por mi mentira.
Y había muerto en una mesa de operaciones sucia por una hemorragia, por una infección, por nada.
El dolor era tan grande que no podía gritar, no podía llorar, solo podía mirar el cuerpo sin vida de mi hermano pequeño, el niño al que le había prometido proteger después de que nuestros padres murieran en aquel deslave.
Le había fallado.
Le había fallado de la peor manera posible.
Los días siguientes fueron un borrón de trámites y dolor.
Recogí sus cenizas en una urna de barro barata, lo único que podía permitirme.
La abracé con fuerza, era todo lo que me quedaba de él, de nuestra familia, de Oaxaca.
Vagué por las calles de la Ciudad de México, un fantasma con el corazón hecho polvo, cargando los restos de mi hermano.
El destino, en su infinita crueldad, me llevó al Zócalo.
La plaza estaba llena de vida, de música, de colores.
Celebraban el Día de Muertos.
Y en el centro de todo, un escenario gigantesco con un logo que conocía demasiado bien.
"Grupo Ramírez".
Sasha estaba allí, en el escenario, radiante, junto a Máximo.
Anunciaban una donación millonaria a una fundación de niños en nombre de su futuro hijo.
La multitud aplaudía, aclamaban su generosidad.
La ironía me quemaba por dentro.
Ellos celebraban la vida que venía, mientras mi hermano, un niño, no había tenido ni un funeral decente.
Me quedé allí, entre la gente feliz, con la urna de Patrick en mis brazos, sintiendo cómo el odio, frío y afilado, comenzaba a echar raíces en mi alma rota.