Pero yo sobreviví. No solo eso, me convertí en una leyenda, el "Fantasma" que derribó a tres capos. En mi cabeza, guardaba el premio gordo: un libro de contabilidad codificado, la llave para desmantelar toda la red de corrupción que quedaba, incluyendo a los políticos y oficiales que se ensuciaron las manos.
La misión principal había terminado. El Comandante Mateo Ríos, mi superior y el único hombre que me veía como algo más que un criminal redimido, me concedió un permiso. "Ve a casa, Máximo. Antes de la ceremonia, antes de que te convirtamos en un héroe nacional. Ve a ver a tu familia".
No esperaba una fiesta. No esperaba flores. Solo quería el abrazo de Luciana, mi esposa, y quizás una mirada de aprobación de mis padres, aunque siempre prefirieron a mi hermano mayor, Iván.
Llegué a mi pueblo al atardecer. La casa era la misma, con la pintura desconchada que prometí arreglar. Pero al verme, la reacción no fue de alegría. Fue de puro terror.
Luciana, mi Luciana, estaba en el porche. Sus ojos se abrieron como platos. Soltó un grito ahogado, un sonido que se clavó en mi pecho, y corrió adentro, cerrando la puerta con un golpe seco.
Confundido, me acerqué. La puerta se abrió de nuevo, pero no era ella. Era mi hermano, Iván. En su mano, un machete oxidado brillaba débilmente bajo la luz del crepúsculo. Detrás de él, mis padres me miraban con una mezcla de miedo y hostilidad.
"¿Qué haces aquí?", siseó Iván.
"He vuelto, hermano".
"No deberías haberlo hecho", dijo, su voz temblando, pero no de emoción, sino de rabia contenida. "Eres un fantasma. Los fantasmas traen problemas. ¡Pones en peligro a la familia!".
"El peligro ya pasó, Iván. Los derroté. A todos ellos".
Mi padre dio un paso al frente, su rostro una máscara de desprecio. "Derrotaste... ¿a quién? Eras un matón de poca monta. Un criminal. Tu muerte fue una bendición para esta familia".
Las palabras me golpearon más fuerte que cualquier bala. Miré más allá de ellos, hacia la ventana, buscando a Luciana. Y entonces la vi. Su silueta se recortó contra la luz de la sala. Y noté algo que hizo que mi sangre se helara.
Su vientre estaba abultado. Estaba embarazada.
La confusión se convirtió en una furia fría y pesada. Tres años. Habían pasado tres años. Ese hijo no era mío.
Mis ojos se clavaron en Iván. Él desvió la mirada, pero no antes de que viera un destello de triunfo culpable en sus ojos. Todo encajó en su lugar. El miedo, la hostilidad, el machete.
"La abandonaste", espetó mi madre, su voz aguda y acusadora. "La dejaste sola. ¡Iván la cuidó! ¡Él fue el hombre que tú nunca fuiste!".
Luciana apareció detrás de ellos, su rostro bañado en lágrimas, pero no de pena, sino de ira. "¡Tú nos dejaste! ¡Creímos que estabas muerto! ¿Qué esperabas, que te guardara luto para siempre? ¡Iván me dio un futuro!".
Un futuro construido sobre mi tumba. La furia me ahogaba.
"Luché por ustedes", logré decir, mi voz ronca. "Luché por este país".
"¡Mentiroso!", gritó Iván, levantando el machete. "¡Siempre has sido un egoísta! ¡Solo piensas en ti!".