Mi Esposa Cruél y Su Amante
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Capítulo 2

Pasé los siguientes días en una neblina de dolor y trámites burocráticos. Organizar el funeral de mi madre mientras aprendía a cambiar pañales y preparar biberones era una tortura surrealista. Apenas dormía, apenas comía. Mi vida se había reducido a dos cosas: el duelo por mi madre y el cuidado de un recién nacido que me recordaba constantemente la traición de Clara.

En el pequeño apartamento al que me mudé temporalmente con mis tíos, que vinieron a apoyarme, finalmente tuve un momento a solas con el bebé. Le di un nombre, Leonardo, Leo. Un nombre fuerte, pensé. Un nombre para un niño que necesitaría ser fuerte.

Con el corazón latiéndome en los oídos, desenvolví con cuidado la manta que lo cubría. Mis manos temblaban. Una parte de mí, una parte estúpida y desesperada, todavía albergaba una pizca de esperanza. Quizás Clara se había equivocado. Quizás todo había sido una pesadilla horrible.

Busqué la marca de nacimiento que ella había mencionado. Revisé su pequeño hombro izquierdo, luego el derecho. Su espalda, su pecho. No había nada. Solo piel suave y perfecta de bebé.

Este era mi hijo. Sin lugar a dudas.

El alivio que debería haber sentido fue ahogado por una nueva ola de amargura. Ella no se había confundido. Ella sabía exactamente a quién estaba abandonando. Había mirado a sus dos hijos y había elegido. Había elegido al hijo de su amante y me había dejado al mío como si fuera una carga no deseada.

Unos días después del funeral, mientras mecía a Leo para que se durmiera, mi teléfono vibró con una notificación de redes sociales. Era una publicación de Alfonso. Mi estómago se revolvió, pero una curiosidad morbosa me obligó a mirar.

Era una foto.

Clara, radiante y sonriente, estaba en los brazos de Alfonso. Se veía feliz, más feliz de lo que la había visto en años. En sus brazos, sostenía a un bebé, el otro gemelo. Alfonso la besaba en la mejilla, su rostro lleno de orgullo. Y en el dedo anular de Clara, donde una vez estuvo mi anillo, ahora brillaba un enorme y ostentoso diamante.

El pie de foto decía: "Empezando una nueva vida con mi hermosa prometida Clara y nuestro hijo, Antonio. El futuro es brillante."

Prometida.

La palabra me golpeó como un puñetazo en el estómago. Ni siquiera se había molestado en pedirme el divorcio formalmente. Simplemente me había reemplazado, había reemplazado nuestra vida, y ahora lo estaba anunciando al mundo entero como si fuera un logro. La humillación era pública, descarada.

Miré mi propia mano. El anillo de bodas de oro todavía estaba en mi dedo. Se sentía pesado, como un grillete. Un recordatorio constante de los votos rotos y las promesas falsas.

Me levanté, con Leo todavía durmiendo en mis brazos, y caminé hacia la ventana. La abrí. El aire frío de la noche entró en la habitación. Sin pensarlo dos veces, me quité el anillo. Lo sostuve por un segundo, la luz de la calle reflejándose en su superficie lisa. Luego, con un movimiento brusco, lo arrojé a la oscuridad. No escuché dónde cayó. Simplemente desapareció, como mi matrimonio, como mi vida anterior.

Los días se convirtieron en semanas. El funeral de mi madre fue una de las cosas más difíciles que he hecho. Mis tíos estuvieron a mi lado, sus rostros sombríos reflejando mi propio dolor. La ausencia de Clara era un grito silencioso. No llamó. No envió flores. No preguntó por mí ni por su hijo. Era como si hubiéramos dejado de existir para ella.

Estaba completamente dedicada a su nueva familia, a su nueva vida de lujo. A veces, por masoquismo, revisaba sus redes sociales. Fotos en restaurantes caros, viajes de fin de semana, ropa de diseñador para el bebé Antonio. Cada publicación era una bofetada. Cada sonrisa feliz era una burla a mi miseria.

Mientras ella vivía un cuento de hadas retorcido, yo estaba ahogándome en la realidad. Las noches sin dormir, el llanto incesante de un bebé que no entendía por qué su madre no estaba allí, la abrumadora soledad de un apartamento que se sentía demasiado grande y demasiado vacío.

Me miraba en el espejo y apenas me reconocía. Tenía ojeras oscuras, había perdido peso y la luz en mis ojos se había extinguido. Era un hombre roto, un padre soltero por sorpresa, tratando de recoger los pedazos de una vida que alguien más había hecho estallar. Y en la cuna, mi hijo, Leo, un pequeño e inocente recordatorio de todo lo que había perdido y de la única razón que me quedaba para seguir adelante.

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