La Farsa Después de La Muerte de Mi Marido
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Capítulo 1

La llamada llegó a media tarde, justo cuando el sol de la plaza de toros estaba en su punto más cruel.

Yo estaba en casa, revisando los últimos detalles del acuerdo de divorcio.

El teléfono sonó, un número desconocido.

Contesté sin ganas.

"¿Señora Sofía? Hablamos de la organización de la corrida de hoy."

La voz del otro lado era nerviosa, titubeante.

"Sí, soy yo," respondí, mi voz plana.

Hubo una pausa. Podía escuchar el murmullo de una multitud al fondo, un ruido caótico y distante.

"Lamentamos informarle... Hubo un accidente en el ruedo. Su esposo, el matador Alejandro de la Vega..."

El hombre se detuvo, esperando mi reacción.

No le di ninguna.

"Continúe," ordené fríamente.

"Él... falleció. Lo sentimos mucho."

Silencio. Esperé a que dijera algo más, algo que importara.

"¿Y?" pregunté, mi paciencia agotándose.

El hombre carraspeó, claramente incómodo con mi falta de emoción. "Bueno... el cuerpo... fue un accidente muy aparatoso. El toro... sabe."

Sí, lo sabía. Alejandro siempre fue un torero más de espectáculo que de técnica. Arriesgado por vanidad, no por valor.

"Los toros lo arrastraron," continuó el organizador, su voz bajando de tono. "Está... casi irreconocible. Queríamos preguntarle si desea recuperar los restos. Para los arreglos funerarios."

Miré los papeles del divorcio sobre la mesa. La pluma seguía en mi mano.

"No," dije con una claridad que sorprendió incluso al hombre al otro lado de la línea.

"¿Perdón?" balbuceó.

"Dije que no. No voy a malgastar recursos del ruedo en recoger... eso. Hagan lo que quieran con él. No es mi problema."

Colgué el teléfono antes de que pudiera responder.

No sentí nada. Ni tristeza, ni alivio. Solo un vacío frío y calculador.

Alejandro estaba muerto. El plan había cambiado. Para mejor.

Tomé el teléfono de nuevo. Mi siguiente llamada fue al exclusivo club de charros del que Alejandro era socio.

"Buenas tardes, hablo para cancelar la membresía de Alejandro de la Vega," informé a la recepcionista.

"¿La razón, señora?"

"Defunción," respondí secamente.

Hubo un silencio de impacto. "Oh, Dios mío. Lo lamento tanto. ¿Cuándo ocurrió?"

"Hace unos minutos. Gracias."

Colgué.

Mi última llamada fue a mi abogado, el licenciado Morales.

"Morales, soy Sofía."

"Sofía, qué sorpresa. ¿Alguna novedad con el acuerdo?"

"Una muy grande," dije, y por primera vez en todo el día, una emoción me recorrió el cuerpo. Era una alegría retorcida, oscura. "Alejandro está muerto."

El abogado se quedó callado. Esperó. Él me conocía bien.

"¿Estás segura?"

"Me acaban de llamar de la plaza. Un toro se encargó."

"Entiendo. Esto cambia todo. El acuerdo de divorcio queda anulado. Como viuda, sin testamento actualizado, heredas..."

"Dos tercios," lo interrumpí, terminando su frase. Podía ver los números en mi cabeza, las propiedades, las cuentas. Lo que antes iba a ser la mitad de su fortuna, ahora se incrementaba sustancialmente.

Una carcajada se me escapó. No pude contenerla. Fue un sonido seco, áspero, que llenó el silencio de mi lujosa casa.

"Es una verdadera bendición, Morales. Una bendición."

El abogado no dijo nada, pero sabía que estaba sonriendo. Él conocía la historia. Conocía al verdadero Alejandro.

"¿Y cómo murió exactamente?" preguntó con curiosidad profesional.

Me recargué en el sillón de cuero, mirando por la ventana hacia el jardín perfectamente cuidado.

"Aparentemente, su 'luna de miel' tuvo la brillante idea de saltar al ruedo."

"¿Isabella, la bailarina?"

"La misma. Una bailarina de flamenco irrumpió en plena corrida para, supongo, declararle su amor eterno. Alejandro, el gran héroe, corrió a salvarla del toro."

Mi voz goteaba sarcasmo.

"Se interpuso entre ella y el animal. Un acto muy noble," comenté con desdén. "Y muy estúpido. El toro lo destrozó. A ella no le pasó nada, por supuesto."

La ironía era exquisita. Murió por la mujer por la que me dejaba, en el lugar que más amaba, de la forma más humillante posible.

Alejandro no era un valiente. Era un cobarde que siempre huía de sus problemas. Huyó de nuestro matrimonio, huyó de sus responsabilidades. Huyó de todo.

Recordé el verdadero motivo por el que me casé con él. La imagen de mi padre, un humilde banderillero, tirado en una carretera oscura. Atropellado. Abandonado.

Alejandro conducía ese coche.

Él nunca lo supo. Nunca supo que la mujer con la que se casó era la hija del hombre que mató y dejó morir como a un perro.

Nuestro divorcio estaba a punto de finalizar. Mi plan original era arruinarlo, dejarlo sin nada. Pero esto... esto era mucho mejor. La muerte le había ahorrado un largo y doloroso litigio. Y a mí, me había entregado la victoria en bandeja de plata.

Me levanté y fui al armario de Alejandro. Saqué su traje más caro, uno de Armani hecho a medida. Lo olí. Olía a él, a su loción cara y a su arrogancia.

Caminé con el traje hasta la cocina, lo arrojé al bote de la basura y le vacié encima los restos del café de la mañana.

Ese sería su único funeral de mi parte.

El plan de venganza no había terminado. Apenas estaba comenzando.

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