"La casa en Polanco. A mi nombre. El rancho en Querétaro. A nombre de los dos. Los caballos de pura sangre, verificar los registros. La colección de arte, quiero una tasación inmediata. Las cuentas en Suiza..."
Era un imperio construido sobre la fama y la sangre. Un imperio que ahora era mío.
Revisé cada papel con la precisión de un cirujano. Cada número, cada cláusula. Conocía las finanzas de Alejandro mejor que él mismo. Durante años, mientras él se revolcaba con sus amantes y presumía en el ruedo, yo estudiaba sus movimientos, sus inversiones, sus secretos.
Fue entonces cuando lo vi.
Una transferencia. Grande. Hecha hace apenas una semana.
"¿Qué es esto, Morales?"
Le pasé el estado de cuenta. Él se puso las gafas.
"Una transferencia de cinco millones de pesos," leyó en voz alta. "A una cuenta a nombre de Isabella García."
Sentí una punzada de ira fría. No por el dinero, sino por la audacia. Mientras negociaba un divorcio para darme migajas, le estaba regalando una fortuna a su amante.
"Ese dinero es parte del patrimonio conyugal, Sofía. Fue transferido antes de su muerte. Legalmente..."
"Legalmente, es un fraude," lo interrumpí. "Estaba ocultando activos antes del divorcio. Ahora es parte de la masa hereditaria. Quiero ese dinero de vuelta."
Morales asintió lentamente. "Podemos presentar una demanda. Será un proceso."
"No quiero un proceso. Quiero una solución."
Me levanté, la decisión tomada. "¿Dónde vive esa mujer?"
Morales buscó en sus archivos. "Tengo una dirección en la Condesa. Un departamento que Alejandro compró para ella."
"Perfecto."
Tomé mi bolso. Morales me miró con preocupación.
"Sofía, quizás no sea prudente que vayas tú misma."
"Al contrario, Morales. Es lo más prudente que puedo hacer."
El departamento de Isabella era moderno y pretencioso, como ella. Toqué el timbre.
Tardó en abrir. Cuando lo hizo, sus ojos estaban hinchados y rojos. Llevaba un vestido negro barato que intentaba parecer de luto.
Al verme, su expresión de dolor se convirtió en una de sorpresa y miedo.
"Sofía... ¿qué haces aquí?"
"Vengo a hablar de negocios," dije, empujando la puerta y entrando sin ser invitada.
El lugar apestaba a incienso y a tristeza fingida. Había una foto de Alejandro en un marco de plata sobre una mesita, con una vela encendida al lado. Patético.
"No tenemos nada de qué hablar," dijo ella, tratando de sonar fuerte.
"Claro que sí. Hablemos de cinco millones de pesos."
Su rostro palideció.
"No sé de qué me hablas."
"No me tomes por estúpida, Isabella. Sé que Alejandro te transfirió el dinero la semana pasada. Ese dinero me pertenece. Es parte de la herencia."
Ella retrocedió. "Fue un regalo. Él me amaba."
"Alejandro no amaba a nadie más que a sí mismo," repliqué, mi voz cortante como el hielo. "Y tú no eres una viuda desconsolada. Eres una oportunista. Así que tienes dos opciones: me devuelves el dinero por las buenas, o te enfrentas a una demanda por fraude que te dejará en la calle y con antecedentes penales."
Isabella comenzó a temblar. Las lágrimas volvieron a brotar de sus ojos, esta vez, quizás, sinceras. Lágrimas de pánico.
"No puedes hacerme esto. Yo lo perdí a él. ¡Tú no sabes lo que es el dolor!"
Me acerqué a ella, invadiendo su espacio personal. La miré directamente a los ojos.
"¿Dolor? ¿Quieres saber sobre el dolor?"
Mi voz bajó a un susurro peligroso.
"Ayer, cuando me llamaron, me preguntaron si quería recoger el cuerpo de Alejandro. ¿Sabes lo que les dije?"
Ella negó con la cabeza, hipnotizada por mi intensidad.
"Les dije que no. Les dije que no iba a gastar dinero en limpiar la basura del ruedo. Les dije que lo dejaran ahí, para que los otros toros lo pisotearan un poco más."
El shock en su rostro fue mi recompensa. El color desapareció de sus mejillas, dejándola con un tono ceroso. Retrocedió hasta que su espalda chocó contra la pared.
"Eres... un monstruo," susurró.
"No, Isabella. Soy una viuda. Y soy muy, muy rica. Tienes 24 horas para devolver ese dinero. Mi abogado se pondrá en contacto contigo con los detalles de la transferencia."
Me di la vuelta y caminé hacia la puerta.
"Ah, y una cosa más," dije, sin mirarla. "Ese departamento también está a nombre de Alejandro. Tienes una semana para desalojarlo."
Salí y cerré la puerta detrás de mí, dejando a Isabella sola con su altar improvisado y la cruda realidad de su situación.
El juego apenas comenzaba.
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