Venganza de La Princesa
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Capítulo 1

El frío de la muerte todavía se aferraba a mis huesos, un recuerdo helado de la sangre que se me escapaba, llevándose consigo la vida de mi hijo nonato. Sentí el dolor fantasma en mi vientre vacío, la traición de mi hermana Valentina quemando como ácido en mi memoria, y la indiferencia de mi esposo, el Príncipe Alejandro, como el golpe final que me empujó a la oscuridad.

Pero entonces, en lugar de la nada eterna, sentí el calor del sol en mi piel.

Abrí los ojos de golpe, con el corazón martillando en mi pecho como un tambor de guerra. La luz del día se filtraba a través de las pesadas cortinas de seda de mi habitación en el palacio. El aire olía a lilas frescas, no a la peste metálica de la sangre y la desesperación.

Estaba viva.

Me senté bruscamente en la cama, el movimiento rápido hizo que mi cabeza diera vueltas. Mis manos volaron a mi vientre. Estaba plano. El terror me invadió por un segundo, pensando que todo había sido una pesadilla horrible, pero luego la verdad, aún más increíble, se abrió paso.

Miré a mi alrededor, reconociendo cada detalle de la habitación. Era mi alcoba, la que ocupaba como la esposa del tercer príncipe. Una doncella que dormitaba en una silla cercana se despertó con mi movimiento.

"Su Alteza, ¿se encuentra bien?", preguntó, parpadeando para quitarse el sueño.

"¿Qué día es hoy?", mi voz salió ronca, desconocida.

La doncella pareció confundida por mi pregunta, pero respondió obedientemente. "Es el décimo día del mes de la cosecha, Alteza".

El décimo día.

El día en que el médico real me había confirmado que estaba embarazada de dos meses. El día en que mi felicidad ingenua había alcanzado su punto máximo, justo antes de que todo se derrumbara.

Regresé. He vuelto a la vida.

Un torbellino de emociones me golpeó: el shock, la pena abrumadora por el hijo que había perdido, la desesperación de recordar mi propio final... y luego, una nueva sensación, fría y dura como el acero, se instaló en mi pecho. Esperanza. No, no era esperanza, era algo más oscuro. Era una oportunidad.

Los recuerdos de mi vida pasada se arremolinaron en mi mente con una claridad brutal. Recordé la cara de Valentina, mi hermana mayor, cuando regresó al palacio. Había renunciado a su matrimonio concertado con Alejandro por un plebeyo, un pintor sin un centavo. Yo, con el corazón roto porque amaba a Alejandro en secreto, acepté casarme en su lugar para salvar el honor de nuestra familia en decadencia.

Pero Valentina se arrepintió. Vio mi vientre crecer, vio el estatus y el poder que había desechado, y la envidia la consumió. Regresó, con lágrimas falsas y palabras dulces, y sedujo a mi esposo. Alejandro, siempre ambicioso y superficial, cayó fácilmente en su trampa. Juntos, me aislaron, me atormentaron, hasta que un día, una "caída accidental" provocada por Valentina me robó a mi hijo y mi vida.

La rabia, pura y sin diluir, me recorrió. Esta vez sería diferente. No sería la víctima. No sería la esposa tonta y enamorada. Esta vez, yo movería las piezas.

Justo en ese momento, la puerta se abrió y entró el Príncipe Alejandro. Sus facciones eran tan atractivas como las recordaba, pero ahora, en lugar de amor, solo veía la fría ambición en sus ojos.

"Sofía, querida, el médico me ha dado la noticia", dijo, su voz llena de una alegría que ahora sabía que era falsa. Se arrodilló junto a mi cama, tomando mi mano. "¡Vamos a tener un hijo! Un heredero. Estoy tan feliz".

Su felicidad no era por nuestro hijo. Era por su futuro, por la ventaja que un heredero le daría sobre sus hermanos en la lucha por el trono. En mi vida anterior, sus palabras me habían hecho llorar de alegría. Ahora, me provocaban náuseas.

Forcé una sonrisa temblorosa, jugando el papel que él esperaba. "Yo también estoy muy feliz, Alejandro".

"Debemos anunciarlo de inmediato", continuó, sus ojos brillando con planes. "Tu familia, la corte... todos deben saber que el tercer príncipe tendrá un heredero".

"No", dije, mi voz suave pero firme. Él me miró, sorprendido.

"¿No? Pero, ¿por qué? Es una gran noticia".

Bajé la mirada, fingiendo timidez y preocupación. "Es que... mi hermana, Valentina. Sé que está pasando por un momento difícil después de... bueno, después de su decisión. Me sentiría mal celebrando mi felicidad cuando ella está tan triste. Quisiera ir a casa y decírselo yo misma, en persona".

Una expresión pensativa cruzó el rostro de Alejandro. Podía ver los engranajes girando en su cabeza. Valentina. Hermosa, famosa en la capital por su encanto, la mujer que originalmente estaba destinada a ser su esposa.

"Quizás tengas razón", dijo finalmente, su tono ahora más calculado. "Sería un gesto amable. Y quizás... invitarla a pasar una temporada aquí, en el palacio, la animaría. No es bueno que la hermana de la princesa viva en la miseria".

Ahí estaba. El anzuelo.

"Qué idea tan maravillosa, mi señor", susurré, levantando la vista hacia él con ojos llenos de falsa admiración. "Eres tan considerado".

Me sonrió, satisfecho consigo mismo. Se inclinó y me besó la frente. El contacto de sus labios en mi piel me hizo querer vomitar, pero mantuve mi expresión dócil.

"Descansa, mi amor. Te lo mereces. Mañana prepararemos todo para tu visita a casa", dijo, antes de salir de la habitación, sin duda para empezar a calcular cómo podría usar la presencia de Valentina para su propio beneficio.

En cuanto la puerta se cerró, mi sonrisa se desvaneció. Me recosté contra las almohadas, una mano protectora sobre mi vientre todavía plano.

"No te preocupes, mi pequeño", susurré al aire. "Esta vez, mamá se asegurará de que nazcas sano y salvo. Y todos los que nos hicieron daño... pagarán. Te lo juro".

Mi plan de venganza había comenzado. Y la primera pieza del tablero, mi querida hermana Valentina, estaba a punto de ser colocada justo donde yo quería.

            
            

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