Cuando Ricardo llegó a casa esa noche, la atmósfera estaba tan cargada que se podía cortar con un cuchillo. Yo lo esperaba sentada en el sofá de la sala, en la oscuridad. No dije nada cuando entró. Él encendió la luz, parpadeando ante el repentino resplandor.
«¿Qué es este melodrama, Ximena? ¿Sentada en la oscuridad?».
Levanté la vista, mi rostro estaba tranquilo, pero por dentro era un mar de furia helada.
«Quiero el divorcio, Ricardo».
Él se quedó paralizado por un segundo, luego soltó una risa corta y amarga.
«Ah, claro. El divorcio. Porque no te dejé arruinarle el fin de semana a nuestra hija con tu histeria».
«Porque me estás engañando. Porque me mientes. Porque has puesto a tu amante y a tus padres por encima de tu propia familia. Y porque no sé dónde está mi hija».
Su rostro se endureció. Se acercó a mí, su cuerpo tenso de ira.
«Ya basta. Luna está bien. Vuelve mañana. Y sí, estoy con Isabel. ¿Y qué? Al menos ella no es una neurótica loca como tú».
Me levanté, enfrentándolo cara a cara. La diferencia de altura entre nosotros ya no me intimidaba.
«No me vuelvas a llamar loca. Tráeme a mi hija».
«¡Mañana!», gritó, perdiendo el control. «¡Te la traeré mañana! ¡Ahora déjame en paz!».
Se dio la vuelta para irse a la habitación. Cuando pasó a mi lado, me empujó con el hombro, un acto de violencia casual que me hizo trastabillar. Se encerró en el dormitorio, dando un portazo que hizo temblar las paredes. Me quedé sola en la sala, el eco del golpe resonando en el silencio.
Unos momentos después, escuché su voz a través de la puerta. Estaba hablando por teléfono, su tono ahora era suave y tranquilizador.
«Sí, mi amor... No, no te preocupes por ella... Sí, es una exagerada... Te veo mañana, claro...».
Cada palabra era un clavo más en el ataúd de nuestro matrimonio. Me senté de nuevo en el sofá, abrazándome a mí misma, sintiendo un frío que venía desde lo más profundo de mis huesos. Ya no había amor, ni respeto, ni confianza. Solo un vacío inmenso. Y en medio de ese vacío, la única luz era el pensamiento de Luna. Tenía que recuperarla.
Fue entonces cuando sonó el teléfono de la casa. El sonido estridente cortó el aire, haciéndome saltar. Ricardo no salió de la habitación, así que contesté yo, con el corazón en un puño.
«¿Familia Patterson?».
«Sí», respondí, mi voz apenas un susurro.
«Hablamos del Hospital General. Lamentamos informarle que ha habido un accidente... involucrando a una niña pequeña... Luna Patterson...».
El mundo se inclinó sobre su eje. El auricular se me resbaló de la mano y cayó al suelo, pero la voz del otro lado continuó, un zumbido distante y sin sentido.
Ricardo debió escuchar el golpe, porque abrió la puerta de golpe, con el ceño fruncido.
«¿Quién era?».
No podía hablar. Solo podía mirarlo, con los ojos desorbitados por el horror. Él vio la expresión de mi rostro y se acercó, levantando el auricular del suelo.
«¿Hola? ¿Hola?».
Escuchó por un momento, y su rostro pasó del enojo a la confusión, y luego a una incredulidad pálida. Colgó el teléfono lentamente.
«Es una broma», dijo, con una risa extraña y forzada que no le llegó a los ojos. «Una broma de muy mal gusto. Se equivocaron de persona. Sí, eso es. Se equivocaron».
Negaba con la cabeza, una sonrisa espantosa pegada en su rostro, como si pudiera borrar la realidad con solo negarla. Pero yo sabía, en lo más profundo de mi alma destrozada, que no era una broma. La pesadilla que había estado temiendo se había hecho realidad.
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