El ruido ensordecedor de las hélices del helicóptero levantó una nube de polvo rojizo que cubrió las humildes casas de adobe del pueblo, un lugar olvidado en lo más profundo de la sierra, donde el tiempo parecía haberse detenido.
Los aldeanos, con la piel curtida por el sol y la pobreza, salieron de sus chozas, entrecerrando los ojos para mirar la máquina de metal que descendía como un dios ruidoso del cielo. Nunca habían visto algo así.
La puerta del helicóptero se abrió y Ricardo bajó.
Vestía un traje italiano carísimo, de un negro tan profundo que parecía absorber la luz del sol. Sus zapatos de piel, lustrados hasta brillar, se hundieron ligeramente en el polvo, y él hizo un gesto de disgusto.
Sus hombres, armados y con rostros impasibles, formaron un perímetro a su alrededor, apartando a los curiosos con una brutalidad silenciosa.
Ricardo no miró a nadie, sus ojos fríos y calculadores recorrían el miserable caserío con impaciencia.
"¿Dónde está Sofía?", ladró la pregunta al aire, sin dirigirse a nadie en particular.
Su voz, acostumbrada a dar órdenes y ser obedecida sin chistar, resonó en el silencio tenso que se había formado.
Nadie respondió.
Las mujeres abrazaron a sus hijos, los hombres bajaron la mirada. El miedo era una capa espesa en el aire, casi tan palpable como el polvo. Sabían quién era este hombre, el líder del cartel que controlaba toda la región, el mismo que cinco años atrás había desterrado a una de las suyas.
Ricardo frunció el ceño, su paciencia agotándose a cada segundo. El viaje hasta este rincón perdido del mundo había sido largo y fastidioso, pero necesario. Isabella, su verdadero amor, su reina, estaba enferma. Una extraña dolencia que los mejores médicos del mundo no podían curar, pero que una vieja bruja le había asegurado que tenía un remedio: la sangre de la mujer que Ricardo había amado antes. La sangre de Sofía.
"¡Les hice una pregunta!", gritó, su voz ahora cargada de una amenaza palpable. "¡Tráiganme a Sofía ahora mismo o este pueblo de mierda se va a arrepentir!".
El miedo de los aldeanos se intensificó, pero el silencio persistió. Era un silencio pesado, lleno de una verdad que ninguno se atrevía a pronunciar.
Finalmente, una anciana se abrió paso entre la gente. Su espalda estaba encorvada por los años, su rostro era un mapa de arrugas profundas y sus ojos, aunque viejos, sostenían la mirada de Ricardo con una dignidad feroz. Era la abuela del pueblo, la curandera, la que había acogido a Sofía y a su hijo.
"Señor", dijo la anciana con una voz sorprendentemente firme, "la persona que usted busca... ya no está aquí".