La impaciencia de Ricardo se convirtió en una furia fría.
"¿Qué quieres decir con que no está aquí? ¿Se fue? ¿A dónde?", preguntó, acercándose a la anciana hasta que la sombra de su cuerpo la cubrió por completo.
Sus hombres se tensaron, listos para actuar a la menor señal.
La abuela no retrocedió.
"Sofía ya no camina entre nosotros", dijo lentamente, eligiendo sus palabras con cuidado. "Encontró su paz".
Ricardo soltó una risa seca, sin humor.
"Paz. ¿Crees que me importa su paz? La necesito. Mi Isabella está enferma, y solo la sangre de Sofía puede curarla. No me iré de aquí sin ella. Dime dónde está".
La insistencia en el nombre de Isabella fue como echar sal en una herida abierta.
La abuela negó con la cabeza, una tristeza infinita en sus ojos.
"Usted no entiende. Sofía... murió".
La palabra colgó en el aire, pesada e irreal.
Por un instante, el alma de Sofía, que flotaba como una niebla invisible sobre el pueblo que había sido su único refugio, sintió un tirón doloroso. Podía verlo. Podía ver a Ricardo, el hombre que había amado con una lealtad ciega, el hombre que la había desechado como si no fuera nada. Su rostro no mostraba dolor, solo frustración. La noticia de su muerte no era una tragedia para él, era un inconveniente.
"¿Murió?", repitió Ricardo, la incredulidad tiñendo su voz. "¿De qué? ¿Una enfermedad? ¿Un accidente?".
La abuela lo miró fijamente.
"No fue una enfermedad, señor. Ni un accidente", su voz se quebró por un momento. "Hace unos meses, vinieron unos hombres. No eran de por aquí. Dijeron que una mujer muy importante los mandaba, una mujer llamada Isabella. Buscaban a Sofía. Le dijeron que su sangre era especial, que podía curar a su patrona".
El cuerpo de Ricardo se puso rígido. Un sudor frío le recorrió la espalda. Isabella. No podía ser.
"Sofía se negó", continuó la anciana, las lágrimas ahora corriendo libremente por sus arrugas. "Pero ellos no aceptaron un no por respuesta. La tomaron a la fuerza... la desangraron, señor. Se llevaron su sangre y dejaron su cuerpo en el cerro... para los coyotes".
La brutalidad de las palabras golpeó a Ricardo, pero su mente se negó a aceptarlas.
"¡Mientes!", rugió, su negación era un muro contra la horrible verdad. "¡Isabella no haría eso! ¡Es una mentira para que me vaya!".
"No es mentira", sollozó la abuela. "Nosotros mismos encontramos lo que quedó de ella. La enterramos como pudimos".
Ricardo se pasó una mano por el pelo, su mente en un torbellino. No, Isabella era pura, era su luz. Esto tenía que ser un truco. Sofía debía estar escondida en alguna parte.
"¡Revisen cada casa!", ordenó a sus hombres. "¡Quiero que encuentren a Sofía! ¡Ahora!".
Los hombres obedecieron al instante, irrumpiendo en las frágiles viviendas, aterrorizando a sus habitantes. Ricardo observaba, su mandíbula apretada, convencido de que encontrarían a Sofía temblando en algún rincón. No podía estar muerta. Simplemente no podía, porque eso significaría que su búsqueda había sido en vano y que Isabella... que Isabella no era la santa que él creía.