A mi lado, mi hermana menor, Camila, tenía los ojos llenos de lágrimas falsas, un truco que había perfeccionado con los años, su labio inferior temblaba mientras miraba a nuestro padre, buscando la compasión que a mí siempre me negaba.
"Yo solo quería ayudar, papi, pero Sofía no me deja hacer nada".
Mentira, ella no quería ayudar, quería sabotear, había echado un frasco entero de sal en mi mise en place cuando me di la vuelta, y luego, "accidentalmente", subió el fuego de mi sartén al máximo mientras yo corría a arreglar el estropicio.
Pero mi padre no veía eso, él solo veía a su hija pequeña, la que siempre había sido la favorita de nuestra madre ausente, la que necesitaba "más apoyo" para estar al mismo nivel que yo.
Él lo llamaba "igualdad".
Yo lo llamaba una tortura lenta.
Desde que mamá nos abandonó, mi padre se volcó en la cocina y en nosotros, o más bien, en su idea de cómo criar a dos hijas de forma "justa", creía firmemente que para que todo fuera equitativo, la que tenía más debía ceder, la que sabía más debía callar, la que corría más rápido debía esperarse.
En nuestra casa, mi talento no era un don, era una carga, una deuda que tenía que pagarle constantemente a mi hermana.
"No es justo para Camila que tú siempre seas la mejor", me dijo una vez cuando yo tenía diez años y gané el primer lugar en un concurso de cocina infantil.
Ese día, en lugar de una felicitación, recibí una orden.
"La próxima vez, deja que ella gane, necesita la confianza".
Así crecí, en una casa donde mi esfuerzo era castigado y la mediocridad de mi hermana era premiada, cada logro mío era una ofensa para ella, y por lo tanto, una decepción para mi padre.
Años después, la situación solo había empeorado, el restaurante familiar era mi vida, el legado de mi padre que yo amaba y respetaba, pero también era el escenario principal de la manipulación de Camila y la ceguera de mi padre.
"Sofía, siento una presión horrible en el pecho, a veces no puedo respirar", le confesé una tarde, después de un servicio particularmente agotador en el que Camila había "olvidado" hacer un pedido crucial.
Mi padre ni siquiera levantó la vista de las cuentas.
"Eso es estrés, hija, tienes que aprender a relajarte, a no tomarte todo tan a pecho, eres demasiado intensa".
Un psicólogo de la escuela me había diagnosticado un trastorno de ansiedad generalizada, me dijo que era una respuesta a un entorno de estrés crónico y invalidación emocional.
Cuando se lo conté a mi padre, su respuesta fue un gesto de fastidio.
"Psicólogos, por favor, en mis tiempos no necesitábamos esas tonterías, la gente simplemente se aguantaba y salía adelante, lo que necesitas es ser menos egoísta y pensar más en tu hermana".
Esa noche, como castigo por mi "egoísmo", mi padre compró una pizza, la favorita de Camila, por supuesto.
La dejó sobre la mesa de la cocina y nos sentamos a cenar, él y Camila comieron mientras yo los miraba, mi plato estaba vacío.
"No vas a comer hasta que le expliques a tu hermana, paso a paso, cómo hiciste el estofado de ayer", dijo mi padre con la boca llena. "No es justo que tú tengas ese conocimiento y no lo compartas".
Me quedé ahí, explicando una receta que a Camila no le importaba en lo más mínimo, mientras la pizza se enfriaba y mi estómago se retorcía de hambre y humillación, cuando por fin terminé, solo quedaba un trozo frío y grasiento.
Esa pizza fría era mi vida, recibir las sobras de un afecto que nunca me perteneció del todo.