"No voy a hacer eso, Camila, eso es hacer trampa".
Ella sonrió con suficiencia.
"Tú verás, si yo repruebo, papá se va a enojar mucho, y ya sabes a quién le va a echar la culpa, va a decir que no te esforzaste lo suficiente para enseñarme, que es tu responsabilidad que yo aprenda".
Un escalofrío me recorrió la espalda, tenía razón, Camila había aprendido a usar la filosofía de mi padre como un arma, había convertido su "igualdad" en un escudo para su pereza y en una espada contra mí.
Mi padre no vería el chantaje, solo vería mi "fracaso" en mi deber como hermana mayor.
Esa noche, sentada en mi escritorio, con el examen de Camila frente a mí y el mío a un lado, me sentí completamente vacía, la desesperación era un pozo sin fondo.
Y en ese pozo, tomé una decisión, una decisión torcida, rota, como todo lo demás en mi vida.
Si querían igualdad, les daría igualdad.
Hice el examen de Camila a la perfección, contesté cada pregunta con el conocimiento que a ella le faltaba, luego, tomé mi propio examen y deliberadamente contesté la mitad de las preguntas mal.
Al día siguiente, le entregué a Camila su examen.
"Aquí tienes, solo tienes que copiarlo".
Ella lo tomó sin siquiera darme las gracias.
Cuando entregaron las calificaciones, el resultado fue el que yo había diseñado: Camila sacó un 9.5, yo saqué un 8.
Mi padre estaba eufórico.
"¡Eso es, mis niñas!", exclamó durante la cena, radiante de orgullo. "¡Esto es lo que yo siempre quise! ¡Que las dos triunfaran juntas, como iguales!".
Nos dio a cada una un billete de quinientos pesos como premio.
"Esto demuestra que cuando la hermana mayor comparte su talento, la menor puede florecer".
La ironía era tan amarga que me quemaba la garganta, él estaba celebrando un fraude, una mentira que yo había construido para sobrevivir a su tiranía.
Esa noche, la angustia era insoportable, el dolor en mi pecho era tan físico, tan real, que necesitaba una salida, algo que gritara más fuerte que el silencio de mi desesperación.
Fui al baño, abrí el botiquín y saqué una navaja de repuesto del rastrillo de mi padre.
La deslicé sobre la piel de mi antebrazo, una línea roja y fina apareció al instante, el dolor agudo fue un alivio, una distracción del dolor sordo que me consumía por dentro.
Hice otra, y otra más, no era un intento de morir, era un intento de sentir algo más que la humillación y la impotencia.
Eran gritos silenciosos grabados en mi piel.
Unos días después, mi padre vio las cicatrices por accidente, yo llevaba una blusa de manga corta y al levantar el brazo para alcanzar un plato, quedaron al descubierto.
Él frunció el ceño, una mezcla de confusión y molestia.
"¿Qué es eso que tienes en el brazo?".
Bajé la manga rápidamente, con el corazón encogido.
"Nada, papá, me rasguñé".
"No parece un rasguño", dijo, su tono era acusador. "¿Estás haciendo tonterías para llamar la atención? Porque si es así, no funciona conmigo, ya estás bastante grandecita para estos dramas".
Su frialdad fue más dolorosa que la propia navaja, mi grito de ayuda había sido recibido con desprecio.
No había escape.
Finalmente, busqué ayuda profesional en secreto, la psicóloga de la universidad me escuchó sin juzgarme, me dio un nombre para mi sufrimiento: trastorno límite de la personalidad y depresión mayor, inducidos por trauma complejo.
"Sofía", me dijo con una suavidad que me desarmó, "lo que has vivido no es normal, el amor no debería doler así, la igualdad no significa anular a una persona para levantar a otra".
Por primera vez, sentí que no estaba loca, que mi dolor era válido.
Y entendí, con una claridad aterradora, que la raíz de mi enfermedad no estaba en mi cerebro, sino en la persona que se suponía debía protegerme.
Mi padre no era ciego, era el arquitecto de mi prisión.