No Pagaré Por Tus Errores
img img No Pagaré Por Tus Errores img Capítulo 3
4
Capítulo 6 img
Capítulo 7 img
Capítulo 8 img
Capítulo 9 img
Capítulo 10 img
img
  /  1
img

Capítulo 3

A la mañana siguiente, me desperté en el sofá de Mateo con el cuello rígido y un dolor de cabeza sordo. El sol se filtraba por las persianas, iluminando las partículas de polvo que bailaban en el aire. Por un instante, no recordé nada, y luego, todo volvió de golpe, como una ola de agua sucia. La boda, Sofía, Diego. Mi cumpleaños número treinta. El día de mi no-boda.

Encontré mi bolso en el suelo, y dentro, el teléfono destrozado. Usando el de Mateo, llamé a mis padres para decirles que estaba bien, que estaba con un amigo y que les explicaría todo más tarde. Su preocupación era evidente, pero no insistieron.

Sabía que no podía posponerlo más. Tenía que ir a mi apartamento, el que pronto iba a compartir con Diego, y sacar mis cosas. Especialmente mis herramientas de cerámica. Eran una extensión de mis manos, mi santuario.

Cuando llegué, el lugar estaba en silencio. Parecía que Diego no había pasado la noche allí. Un alivio. Comencé a empacar mis ropas, mis libros, mi vida en cajas de cartón. Cada objeto era un recuerdo, una pequeña puñalada.

Mi teléfono de trabajo, uno distinto al personal que había destrozado, vibró sobre la mesa. Era un mensaje de un número desconocido.

"Espero que estés disfrutando tu cumpleaños de solterona. Diego pasó la noche conmigo, cuidándome. Dice que se dio cuenta de que yo lo necesito más que tú. Siempre ha sido así."

Era Sofía.

La bilis subió por mi garganta. Borré el mensaje y bloqueé el número, pero el veneno ya estaba dentro. Avancé con más furia, arrancando las cosas de los cajones.

Fui a mi pequeño estudio, la habitación que había convertido en mi taller. Y entonces, lo vi.

Mi juego de gubias y vaciadores, herramientas finas y especializadas importadas de Japón, estaban esparcidas por el suelo. Varias de las delicadas puntas de madera y metal estaban partidas, rotas. Alguien las había pisado, con saña. A un lado, mi torno de alfarero tenía un profundo arañazo en la superficie, y sobre él, un trozo de arcilla a medio modelar, una pieza en la que había estado trabajando, estaba aplastado, deformado hasta ser irreconocible.

Un grito ahogado escapó de mis labios. Esto no era un accidente. Era un acto de malicia pura. Era un mensaje.

Y en ese preciso momento, escuché la llave en la cerradura. La puerta se abrió y Diego entró, seguido de cerca por Sofía, que se apoyaba en él con un aire de fragilidad calculado.

Se detuvieron en seco al verme allí, rodeada de cajas y con la devastación de mi estudio a mis pies.

"Ximena, ¿qué haces aquí?" preguntó Diego, su tono más de fastidio que de sorpresa.

No le respondí. Mis ojos estaban fijos en Sofía. Ella evitó mi mirada, aferrándose más al brazo de Diego.

"Diego está muy preocupado por mí," dijo Sofía con una vocecita lastimera, mirando al suelo. "El médico dijo que el estrés es malo para el bebé. Anoche tuve un pequeño susto."

Diego la abrazó protectoramente.

"Tranquila, mi amor. Ya estoy aquí."

La palabra "mi amor" me atravesó. La usaba con ella con la misma facilidad con la que la había usado conmigo apenas dos días antes. Vi cómo le acariciaba el pelo, cómo le susurraba algo al oído que la hizo sonreír débilmente. Estaban en su propio mundo, un mundo del que yo había sido brutalmente expulsada y que ahora observaba desde afuera, como una fantasma.

De repente, recordé todas las veces que Sofía se había interpuesto entre nosotros. Las "emergencias" que siempre surgían cuando Diego y yo teníamos un plan importante. Las veces que se quejaba de sentirse sola y Diego cancelaba nuestras citas para quedarse con ella. Las miradas extrañas, los secretos. Yo lo había atribuido a la dependencia de una hermana menor, a la ingenuidad. Ahora, cada uno de esos recuerdos se recontextualizaba bajo una luz nueva y horrible. No era ingenuidad, era manipulación. No era dependencia, era una obsesión enfermiza.

Mi mirada volvió a las herramientas rotas en el suelo. La ira eclipsó el dolor.

"¿Quién hizo esto?" pregunté, mi voz peligrosamente tranquila, señalando el desastre.

Diego finalmente pareció notar el destrozo. Frunció el ceño.

"No lo sé. Seguramente se cayeron. Eres muy descuidada con tus cosas."

"¿Descuidada?" repetí, incrédula. "Diego, estas herramientas son mi vida. Jamás las dejaría en el suelo. Alguien las rompió a propósito."

Me agaché y recogí una de las gubias partidas, la madera astillada se clavó en mi palma. Mi pieza, mi creación, aplastada. Era un ataque directo a lo que yo era.

"No seas paranoica, Ximena," dijo Diego con impaciencia. "Tenemos cosas más importantes de las que preocuparnos. Sofía no se siente bien."

"Esto es importante para mí," insistí, levantándome. "Esto es lo único que me importaba de este lugar, y alguien lo ha destruido."

"Bueno, pues te compraré otras," dijo, como si el dinero pudiera arreglarlo todo. "Te compraré cien juegos si es lo que quieres. Ahora, por favor, termina de empacar tus cosas y vete. Estás alterando a Sofía."

La frialdad de su tono, el desprecio absoluto por algo que significaba tanto para mí, fue la confirmación final. El hombre del que me había enamorado no existía. Quizás nunca existió. Solo había este ser egoísta y superficial que me miraba como si yo fuera una molestia, un obstáculo en su camino.

            
            

COPYRIGHT(©) 2022