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Salí del salón de eventos como si escapara de un incendio. No quería ver a nadie, no quería escuchar más susurros ni ver más miradas de lástima. Afuera, una llovizna fría comenzaba a caer, mezclándose con mis lágrimas. Me abracé a mí misma, temblando, no solo por el frío, sino por la conmoción que sacudía todo mi cuerpo.
Justo cuando pensaba que la humillación había terminado, una voz autoritaria y gélida me detuvo en seco.
"Ximena. ¿A dónde crees que vas?"
Era la madre de Diego, una mujer cuya postura siempre erguida y su mirada crítica me habían intimidado. Se acercó a mí, su rostro una máscara de desprecio.
"Después del vergonzoso espectáculo que acabas de montar, ¿piensas huir como una cobarde?"
La miré, atónita. ¿Yo había montado un espectáculo?
"Señora," dije, mi voz apenas un susurro. "¿Usted escuchó lo que pasó ahí dentro?"
"Claro que escuché," espetó, su voz afilada. "Escuché a una pobre chica, mi Sofía, cometer un error por la inexperiencia, y a mi hijo dispuesto a asumir su responsabilidad como un hombre. Y te escuché a ti, reaccionando como una niña caprichosa, con una bofetada. ¿Así es como pretendías entrar en esta familia? ¿Con violencia y escándalos?"
La injusticia de sus palabras me golpeó con más fuerza que la confesión de Diego. Para ella, la víctima era Sofía, el héroe era Diego, y yo era la villana. La traicionada, la humillada, era la culpable.
Esa acusación absurda encendió algo dentro de mí. La tristeza se convirtió en acero. Me erguí, mirándola directamente a los ojos, ya sin miedo.
"Con todo respeto, señora, la única vergüenza aquí es la de su hijo, que me pidió que criara al bebé de su hermana como si fuera mío para salvar las apariencias. La única violencia es la que ustedes le hacen a la verdad y a la decencia."
La mujer se quedó sin palabras por un instante, su rostro se contrajo de ira.
"¡Insolente! ¿Cómo te atreves? Después de todo lo que mi familia te ha dado, la posición que ibas a tener..."
"No quiero su posición," la interrumpí, mi voz ahora firme y clara. "No quiero su apellido, no quiero su dinero y, después de hoy, ciertamente no quiero tener nada que ver con su familia. Su hijo puede asumir su 'responsabilidad' como mejor le parezca, pero no será a mi costa. No me volveré la tapadera de su engaño."
Di un paso atrás, lista para irme, para dejarla allí con su rabia y su mundo de apariencias.
"No te casarás con mi hijo," sentenció ella, como si fuera su decisión y no la mía. "No eres digna de él."
Una risa seca y sin alegría escapó de mis labios.
"Tiene razón. No soy digna de él. Merezco algo mucho mejor. Merezco honestidad, merezco respeto. Merezco a alguien que no me pida que sacrifique mi vida por su comodidad."
Me di la vuelta, esta vez de forma definitiva, y comencé a caminar bajo la lluvia que ahora caía con más fuerza, empapando mi vestido y mi cabello, pero sintiéndome extrañamente limpia.
Caminé sin rumbo por varias calles, el agua corriendo por mi cara, ocultando las lágrimas que volvían a brotar. No sabía a dónde ir. Mi apartamento estaba lleno de cosas de la boda, de recuerdos de Diego. No podía volver allí. Tampoco quería preocupar a mis padres todavía, no por teléfono, no en este estado.
Justo cuando el frío empezaba a calar hasta mis huesos, un coche negro se detuvo suavemente a mi lado. La ventanilla del copiloto bajó, y una cara familiar y preocupada me miró desde el interior.
Era Mateo.
"Ximena, ¿qué haces aquí? Estás empapada. Sube."
Mateo. Mi amigo de la infancia, el arquitecto de sonrisa tranquila y mirada sincera. El que siempre estaba ahí, sin hacer ruido, sin exigir nada. No lo había visto en meses, ocupada como estaba con los preparativos de la boda. La culpa me golpeó brevemente antes de que la gratitud la ahogara.
Sin pensarlo, abrí la puerta y me dejé caer en el asiento del copiloto, llevando conmigo el olor a lluvia y a desastre. Puso la calefacción al máximo y me tendió una chaqueta seca que estaba en el asiento trasero.
"¿Qué pasó? Te vi salir corriendo del salón," dijo en voz baja, sin presionar.
No pude contenerme más. El llanto que había estado luchando por reprimir salió en un torbellino de sollozos y palabras entrecortadas. Le conté todo: la confesión de Sofía, la propuesta indecente de Diego, la crueldad de su madre. Mateo escuchó en silencio, su mandíbula se tensaba a medida que yo hablaba, sus nudillos blancos sobre el volante.
Cuando terminé, un silencio pesado llenó el coche, solo roto por mis sollozos y el sonido de la lluvia en el techo.
"Ese imbécil," murmuró finalmente, su voz llena de una rabia contenida que nunca le había escuchado.
No dijo nada más. Simplemente condujo hasta que nos detuvimos frente a un pequeño edificio de apartamentos que yo no conocía.
"Es mi nuevo departamento," explicó. "Puedes quedarte aquí esta noche, o el tiempo que necesites. Nadie te molestará."
Dentro, me preparó un té caliente mientras yo me cambiaba con una camiseta suya que me quedaba enorme. Sentada en su sofá, envuelta en una manta, empecé a sentirme humana de nuevo.
"Gracias, Mateo. No sé qué habría hecho..."
"No tienes que agradecerme nada," dijo, sentándose en una silla frente a mí. Me miró con una ternura que me desarmó. "¿Recuerdas lo que te dije una vez, bajo el árbol de jacaranda?"
Asentí, una pequeña y triste sonrisa asomando en mis labios.
"Que te casarías conmigo si llegaba a los treinta sin marido."
"Bueno," dijo él, con una leve sonrisa. "Mañana cumples treinta."
No era una propuesta, no en ese momento. Era un recordatorio. Un recordatorio de que existía un mundo fuera de Diego, de que había otras promesas, otras posibilidades. Era un salvavidas en medio de mi naufragio, un ancla de afecto genuino en un mar de traición. Por primera vez en horas, sentí una pequeña chispa de esperanza. Quizás, solo quizás, el fin del mundo no era el fin del mundo después de todo.