Su tono era meloso, condescendiente. El mismo tono que había usado durante años para calmarla, para hacerla sentir que sus preocupaciones eran pequeñas, manejables. Pero esta vez, las palabras no tuvieron efecto. Sofía lo miró fijamente, sus ojos, que normalmente brillaban con pasión por su trabajo y por él, ahora estaban opacos, vacíos.
"No es por el trabajo, Mateo. Quiero el divorcio."
Repitió las palabras, saboreando el amargo metal de su finalidad. No había vuelta atrás. No después de lo que había escuchado.
Apenas unas horas antes, Sofía había estado en su taller, dando los toques finales a un vestido de novia hecho a medida para una clienta importante. Había trabajado sin descanso durante semanas, sacrificando horas de sueño y comidas, todo para asegurar el éxito de la marca que ambos habían construido, pero que llevaba su nombre y su alma. Pensaba en Mateo, en la cena que le prepararía para celebrar, en cómo él la besaría y le diría que era la mejor diseñadora del mundo. Ese pensamiento la había mantenido en pie.
Volvió a casa antes de lo esperado, con la intención de sorprenderlo. La puerta estaba entreabierta. Entró en silencio, dejando sus cosas en la entrada. Escuchó la voz de Mateo proveniente del estudio. Sonaba feliz, relajado. Sofía sonrió, caminando de puntillas para darle un abrazo por la espalda.
Fue entonces cuando escuchó la otra parte de la conversación.
"Sí, mi vida, claro que te extraño," decía Mateo con una voz que Sofía nunca le había oído usar con ella, una voz cargada de una intimidad cruda. "Aguanta un poco más, ¿quieres? Sofía está a punto de cerrar el trato con los inversionistas europeos. Una vez que ese dinero esté asegurado, la dejo. Te lo juro, Camila. Tú y yo nos vamos a ir lejos de aquí."
Sofía se congeló. Su mano, a punto de tocar la puerta, se quedó suspendida en el aire. Camila. Su sobrina. La niña que había criado como a una hija desde que su hermana murió. La niña a la que le había dado todo: un hogar, educación, amor incondicional.
"¿Pero ella no sospecha nada?" la voz de Camila, aunque distorsionada por el teléfono, era inconfundible. Sonaba ansiosa, pero también había un matiz de victoria en ella. "Me da miedo que se entere, tío."
"¿Tío?" Mateo soltó una carcajada. "No me llames así cuando estamos solos, me haces sentir viejo. Y no te preocupes por ella. Sofía vive en su mundo de telas y diseños. Es tan predecible. Cree que todo nuestro éxito se debe a su 'talento' . No tiene idea de que sin mis contactos, sin mi habilidad para vender su imagen de 'artista torturada' , no sería nadie. Ella piensa que la amo. Pobre ilusa."
Cada palabra fue un golpe físico. Sofía sintió que el aire le faltaba. Se apoyó contra la pared fría del pasillo para no caerse. El corazón le latía con una fuerza dolorosa en los oídos, ahogando cualquier otro sonido. Su mundo, el mundo perfecto que había construido con tanto esmero, se estaba desmoronando en fragmentos afilados a su alrededor.
Se retiró en silencio, sin hacer un solo ruido. Volvió a la entrada, recogió sus cosas y salió del apartamento. Caminó sin rumbo por las calles de la ciudad durante horas, hasta que el sol comenzó a ponerse. Cuando finalmente regresó, su rostro era una máscara de calma. La decisión ya estaba tomada.
Ahora, sentada frente a él, viendo su falsa preocupación, sintió una oleada de náuseas.
"No hay nada que discutir, Mateo. He contactado a mi abogado. Te enviará los papeles mañana."
Mateo se levantó de golpe, su encanto se desvaneció para dar paso a la irritación. "¿Estás bromeando, Sofía? ¿Después de todo lo que hemos construido? ¿Después de todo lo que he hecho por ti?"
"¿Lo que has hecho por mí?" Sofía casi se ríe. Una risa seca, sin alegría. "Sí, lo sé muy bien. Has hecho mucho."
La ironía en su voz pareció desconcertarlo. Él la miró, tratando de descifrarla, pero la mujer que conocía ya no estaba allí. En su lugar había una extraña, una mujer con los ojos endurecidos por un dolor demasiado profundo para las lágrimas.
"Escucha, sea lo que sea que te esté molestando, podemos arreglarlo," dijo él, intentando un último acercamiento, extendiendo una mano para tocar la suya.
Sofía retiró su mano como si la de él quemara. "No me toques," siseó. "Ya no."
Se levantó y caminó hacia su habitación, cerrando la puerta detrás de ella. Se apoyó en la madera, y solo entonces se permitió temblar. El recuerdo de su amor por él, de su confianza ciega, era ahora una fuente de humillación. Recordó el día que se conocieron. Ella era una joven diseñadora llena de sueños, y él un hombre de negocios carismático que le prometió el mundo. Le creyó.
Recordó el día que Camila, una adolescente asustada y huérfana, llegó a su puerta. Sofía la abrazó y le prometió que nunca estaría sola. Le dio el amor de una madre, la guió, la apoyó en cada paso. Y ella le había pagado con la traición más vil.
La traición no era solo de Mateo. Era de Camila. Y eso, de alguna manera, dolía aún más. La niña que había acunado en sus brazos ahora compartía la cama de su esposo y se reía de ella a sus espaldas.
Sofía se miró en el espejo. Las lágrimas finalmente comenzaron a brotar, calientes y amargas. No eran lágrimas de tristeza, sino de rabia. Rabia por su propia ceguera. Rabia por los años perdidos.
Hizo una promesa silenciosa a la mujer rota que le devolvía la mirada. No se hundiría. Reconstruiría su vida, pieza por pieza. Lejos de ellos. Lejos de esta mentira.
Nunca más volvería a ser la ilusa de la que se reían. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano.
En su mente, ya no existía un "nosotros". Ya no había un Mateo, ni una Camila. Solo estaba ella. Y eso, por ahora, tenía que ser suficiente.