"Sofía" , dijo suavemente, su voz era cálida y respetuosa. "Cásate conmigo."
Giré la cabeza para mirarlo, atónita. Sus ojos oscuros eran serios, llenos de una sinceridad que me desarmó.
"Javier... no sé qué decir."
"No tienes que decir nada ahora" , respondió. "Solo piénsalo, he esperado diez años, puedo esperar un poco más."
Esa noche, sentada en la soledad de mi pequeño apartamento, al que me había mudado tras dejar a Ricardo, las palabras de Javier resonaban en mi mente. ¿Casarme con él? Parecía una locura, una decisión precipitada nacida del duelo.
Pero entonces pensé en los últimos días, en la indiferencia de Ricardo, en su ausencia total durante el momento más oscuro de mi vida. Pensé en los diez años de relación, una relación en la que yo siempre había sido la que cedía, la que esperaba, la que se adaptaba. Una relación que, en el momento de la verdad, se reveló como una farsa.
El sonido de mi teléfono me sacó de mis pensamientos, era Ricardo. Dudé un segundo antes de contestar.
"¿Bueno?"
"Sofía, ¿dónde diablos estás?" , su voz sonaba irritada, como siempre. "Teníamos una cena con los inversores de Japón esta noche, Elena tuvo que cancelarla por tu culpa."
Me quedé en silencio, la absurdidad de sus palabras era abrumadora.
"¿Sigues ahí? ¿Qué pasa con tu drama familiar? Por cierto, ¿cómo está tu mamá? ¿Ya salió del hospital?"
La pregunta, lanzada con tanta displicencia, me golpeó con la fuerza de una bofetada. Él ni siquiera recordaba. Ni siquiera se había molestado en procesar la noticia de su muerte. Para él, mi tragedia era un simple "drama familiar", una inconveniencia.
"Mi madre fue enterrada ayer, Ricardo" , dije con una voz plana, sin emoción.
Hubo un silencio en la otra línea, probablemente de sorpresa, no de remordimiento.
"Ah... claro, lo olvidé, he estado muy ocupado."
Colgué. No había nada más que decir.
Miré a mi alrededor, a las cajas apiladas en el suelo. Había decidido irme de la ciudad, alejarme de todo, pero la propuesta de Javier me ofrecía otro camino.
Quizás no era una locura, quizás era una salida, una oportunidad de empezar de nuevo con alguien que, al menos, sabía que mi madre había muerto.
Tomé mi teléfono y le marqué a Javier.
"Javier" , dije cuando contestó. "Acepto."
Al día siguiente, mientras empacaba las últimas cosas del apartamento que había compartido con Ricardo, recibí un mensaje de texto. Era Elena.
"Sofía, el Señor Cervantes necesita los documentos de la propiedad en Valle de Bravo, dice que los tenías tú, por favor, envíalos a la oficina de inmediato."
El uso de "Señor Cervantes" era deliberado, una forma de marcar distancia y jerarquía. Sentí una oleada de amargura. Siempre había sido así, Elena actuando como la guardiana de Ricardo, filtrando mi acceso a mi propio novio, haciéndome sentir como una extraña.
Mi respuesta fue corta y directa.
"Ya no trabajo para él, que los busque él mismo."
Apagué el teléfono y lo tiré sobre una caja. Recordé una de las tantas veces que discutí con Ricardo sobre ella.
"Ricardo, no me gusta cómo me habla Elena, parece que yo soy la intrusa."
"Ay, Sofía, no seas tan sensible" , me había dicho él, sin levantar la vista de su laptop. "Elena es eficiente, es indispensable para mí, solo está haciendo su trabajo, deberías aprender a llevarte bien con ella."
En ese momento, me sentí tonta por quejarme, me convencí de que estaba exagerando. Ahora, mirando hacia atrás, veía el patrón con una claridad dolorosa, él siempre la había defendido, siempre había minimizado mis sentimientos, siempre me había hecho sentir que yo era el problema.