Pero yo sabía que para conseguir lo que quería, a veces tienes que dejar de ser el ángel y convertirte en el demonio. Manipulé las cosas, creé malentendidos, sembré dudas. Usé cada gramo de mi inteligencia no para construir edificios, sino para demoler su relación. Y lo conseguí. Sofía lo dejó, con el corazón roto y la dignidad intacta, mientras yo me quedaba con el premio.
Nos casamos.
Esos seis años de matrimonio deberían haber sido mi paraíso, pero fueron un infierno. Ricardo nunca me perdonó la forma en que lo conseguí. Cada día era un recordatorio de mi manipulación. Llevaba una vida de excesos, rodeado de otras mujeres, llegando a casa a altas horas de la madrugada oliendo a alcohol y a un perfume que no era el mío. Me humillaba en público con sonrisas frías y en privado con un silencio aplastante. Yo aguantaba, creyendo estúpidamente que mi amor y mi paciencia algún día lo cambiarían.
Ese día, el final de todo, yo estaba embarazada. Tenía la prueba positiva en mi bolso, un pequeño secreto que pensaba que podría cambiarlo todo, que podría finalmente darnos una razón para ser una familia de verdad.
Pero cuando llegué a casa, la encontré en nuestra cama. A Sofía. El ángel caído.
Ricardo ni siquiera se molestó en cubrirse. Me miró con un desdén que me heló los huesos.
"Elena, ¿qué parte del acuerdo no entiendes? No interferencia. Tú tienes tu vida, yo tengo la mía."
Su voz era tranquila, pero cada palabra era un golpe.
"Si te sientes sola," continuó, mientras Sofía sonreía con suficiencia desde la cama, "búscate a alguien. Pero por favor, no me traigas problemas. Y sobre todo," su mirada bajó a mi vientre, como si supiera mi secreto, "no vayas a ensuciar a mi hijo con tus asuntos."
Esa frase me rompió. La idea de que él pensara que yo podría serle infiel, después de todo lo que había sacrificado por él, fue la última humillación. El dolor se convirtió en una furia ciega. Me abalancé sobre él, sin pensar, solo queriendo borrar esa sonrisa de su rostro.
En el forcejeo, perdí el equilibrio.
Caí por las escaleras.
El dolor fue agudo, brutal. Y luego, la oscuridad. Lo último que sentí fue una pérdida cálida y húmeda entre mis piernas. Había perdido a mi bebé. Había perdido lo único que me quedaba.
Y entonces... desperté.
Estaba en mi cama. El sol entraba por la ventana. Miré el calendario en mi teléfono. Era el mismo día. El mismo día del incidente. No había sangre, no había dolor físico. Mi vientre estaba intacto.
Tenía la prueba de embarazo en la mesita de noche, aún sin usar.
Un milagro. Una segunda oportunidad.
Pero no para intentarlo de nuevo. No para arreglar las cosas con Ricardo.
Era una oportunidad para liberarme.
En ese instante, una década de obsesión se hizo añicos. El amor que sentía por Ricardo no era más que un veneno que me había estado matando lentamente. El bebé que había perdido en esa otra vida, en ese recuerdo tan vívido, fue el sacrificio final que me abrió los ojos.
Ya no más.
No iba a enfrentarme a él. No iba a luchar por él. No iba a intentar cambiarlo.
Decidí poner fin a todo. Decidí liberarme.
Me levanté de la cama, me vestí en silencio, tomé mi bolso y mis llaves. Dejé la prueba de embarazo sobre la almohada donde él dormiría. Dejé el anillo de bodas sobre la prueba.
Salí de esa casa, dejando atrás a Ricardo, dejando atrás a Sofía, dejando atrás una vida de engaños y dolor.
Esta vez, no iba a caer por las escaleras.
Esta vez, iba a caminar hacia mi libertad.