Durante diez años, mi mundo giró en torno a Ricardo Vargas, un amor que me consumió, arquitecta con sueños que se marchitaban a su sombra.
Manipulé, sembré dudas, usé mi astucia no para construir, sino para demoler su relación con Sofía. Y lo logré. Nos casamos.
Esos seis años fueron un infierno de excusas, humillaciones y el constante olor a otros perfumes. Aguantaba, esperando que mi paciencia lo cambiara.
Ese día, el fin de todo, encontré a Sofía en nuestra cama, y Ricardo me miró con un desdén que me heló los huesos.
"Elena, ¿qué parte del acuerdo no entiendes? No interferencia. Tú tienes tu vida, yo tengo la mía."
Su mirada bajó a mi vientre embarazado: "Y sobre todo, no vayas a ensuciar a mi hijo con tus asuntos."
Su burla me rompió, convertida en furia ciega, me abalancé sobre él.
Perdí el equilibrio. Caí por las escaleras. Dolor. Oscuridad. Lo último que sentí fue una cálida pérdida. Había perdido a mi bebé, lo único que me quedaba.
Y entonces... desperté. En mi cama. Sin dolor. Mi vientre intacto. La prueba de embarazo, sin usar, en la mesita de noche.
Un milagro. Una segunda oportunidad.
No para él. No para arreglarlo. Una oportunidad para liberarme.
En ese instante, una década de obsesión se hizo añicos. Me levanté, tomé mis cosas. Dejé la prueba y el anillo sobre la almohada.
Esta vez, no iba a caer por las escaleras. Esta vez, iba a caminar hacia mi libertad.