La Tristeza Del Fantasma
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Capítulo 2

Pasan las semanas. La vida de Isabella y Ricardo es un desfile de lujo y autocomplacencia. Fiestas, viajes, compras. Mi nombre apenas se menciona, y cuando se hace, es como una nota a pie de página de su gran historia de amor, el obstáculo que tuvieron que superar.

Mi alma sigue atrapada, un espectador silencioso de su farsa.

Una noche, están viendo las noticias en su enorme sala de estar. El bebé duerme en su cuna de diseñador. Ricardo le sirve a Isabella una copa de vino caro.

De repente, el presentador de noticias cambia de tema.

"Y en otras noticias, las autoridades locales han descubierto restos óseos en una zona remota cerca de la carretera costera. El hallazgo se produjo en el mismo barranco donde hace meses se reportó un coche abandonado tras un accidente. La policía está trabajando para identificar los restos".

La copa de Isabella se detiene a medio camino de sus labios. Su rostro palidece. El lugar que describen... es el lugar. El lugar donde me abandonó.

Ricardo nota su reacción y frunce el ceño.

"¿Qué pasa, mi amor? Te pusiste pálida".

Isabella se obliga a reír, un sonido agudo y nervioso.

"Nada, es solo... qué horrible. Pobre gente".

Pero sus ojos están fijos en la pantalla, llenos de un pánico que no puede ocultar del todo. Su mano tiembla ligeramente.

"No puede ser él", se murmura a sí misma, tan bajo que solo yo puedo oírla. "Es imposible".

Al día siguiente, su asistente, un hombre servil y escurridizo llamado Carlos, entra en el despacho de Ricardo con un periódico.

"Señor, señora... hay novedades sobre los restos encontrados".

Isabella se lo arrebata de las manos. El titular dice: "Restos podrían pertenecer a un hombre desaparecido". No hay nombre, pero la implicación es clara.

"¡Es una tontería!", exclama Isabella, arrojando el periódico a la papelera. "¡Miguel no está muerto! ¡Seguro está en alguna parte, gastándose el dinero que me robó y riéndose de nosotros! ¡Es una de sus jugarretas para llamar la atención!".

Se vuelve hacia Carlos, su miedo convertido en ira.

"¿Y tú qué haces trayéndome esto? ¿Quieres asustarme? ¡Largo de aquí, inútil!".

Carlos retrocede, asustado. Pero yo veo la mirada cómplice que comparte con Ricardo. Carlos sabe más de lo que aparenta.

Y entonces, otro recuerdo me inunda, uno que había reprimido por el dolor. La noche del accidente, después de que Isabella y Ricardo se fueran. Yo todavía estaba vivo, apenas. Logré arrastrarme fuera del coche, con la respiración entrecortada. Mi teléfono estaba destrozado, pero recordé que en la guantera guardaba un pequeño pastillero con mis medicamentos para el corazón, los que necesitaba después de la operación.

Con mis últimas fuerzas, abrí la guantera y saqué el pastillero. Se me cayó de las manos temblorosas y rodó unos metros. Justo cuando iba a alcanzarlo, escuché pasos.

Era Carlos, el asistente de Ricardo. Lo habían enviado de vuelta. A asegurarse de que el trabajo estuviera terminado.

"Ayuda...", susurré.

Él me miró, y luego vio el pastillero en el suelo. Una sonrisa cruel se dibujó en su rostro.

"¿Necesitas esto, patrón?", dijo con un tono burlón.

Y luego, deliberadamente, pateó el pequeño frasco, enviándolo a la oscuridad del barranco.

"Qué actorazo eres, Miguel. Siempre tan dramático. Descansa en paz".

Se dio la vuelta y se fue, dejándome ahogarme en mi propia sangre, con la última esperanza pateada hacia el abismo. Él fue el último rostro que vi. Él fue quien selló mi destino.

De vuelta en el presente, veo a Carlos salir del despacho. Isabella intenta recomponerse, pero la ansiedad la corroe.

Más tarde esa noche, no puede dormir. Se levanta y va a la cocina. La sigue Ricardo.

"Tranquila, mi vida", le dice, abrazándola por la espalda. "Incluso si fueran sus restos, nadie puede conectarnos con eso. Fue un accidente. Tú misma lo dijiste, él se fue".

"Pero... ¿y si alguien investiga? ¿Y si Sofía, esa bailaorita entrometida, empieza a hacer preguntas? Ella lo admiraba demasiado".

"Esa niña no es nadie", responde Ricardo con desprecio. "Y si empieza a molestar, nos encargaremos de ella. Ahora, olvídate de eso. Tenemos una vida que disfrutar".

Suena el timbre. Es Sofía. Mi corazón, o lo que queda de él, da un vuelco.

Isabella abre la puerta, su rostro una máscara de sorpresa forzada.

"Sofía, qué sorpresa. ¿Qué te trae por aquí a estas horas?".

Sofía parece nerviosa, pero decidida. En sus manos sostiene un viejo cartel de una de mis actuaciones.

"Disculpe la molestia, señora. Pero he estado pensando mucho en Miguel. He hablado con algunos de sus viejos amigos, músicos... Nadie cree que él simplemente se haya ido. Él amaba el flamenco más que a su propia vida. Nunca lo habría abandonado".

La mirada de Isabella se endurece.

"Tú no lo conocías como yo, niña. Era un hombre complicado. Agradezco tu preocupación, pero es un capítulo cerrado de mi vida".

Intenta cerrar la puerta, pero Sofía pone un pie para detenerla.

"Solo quiero saber la verdad", insiste Sofía. "Siento que se lo debo. Su arte me lo dio todo. Y siento... siento que él no está en paz".

En ese momento, el perro que teníamos, un viejo labrador llamado TANGO, que ahora vive relegado al patio trasero, empieza a ladrar frenéticamente desde el jardín. Es un ladrido de reconocimiento, de alegría. Me ha sentido. Su lealtad trasciende la vida y la muerte.

Isabella se sobresalta.

"¡Cállate, estúpido perro!", grita, perdiendo la compostura por un segundo.

Ricardo aparece detrás de ella.

"¿Algún problema, cariño?". Su voz es suave, pero sus ojos son fríos como el hielo mientras mira a Sofía. "Creo que la señorita ya se iba. No queremos que el bebé se despierte".

Sofía, intimidada por la presencia amenazadora de Ricardo, retira el pie.

"Lo siento. Buenas noches".

Se da la vuelta y se va, pero sé que no se rendirá. Ha sentido la misma injusticia que yo.

Cuando la puerta se cierra, Ricardo mira a Isabella.

"Esa perra va a ser un problema", dice.

"Nos encargaremos de ella", responde Isabella, su voz ahora desprovista de toda emoción.

Mientras tanto, en el patio, Tango sigue gimiendo suavemente, mirando hacia la puerta, esperándome. Mi único amigo leal en esa casa de mentiras. Y siento un nuevo tipo de dolor, no por mí, sino por él. Porque sé que en esa casa, la lealtad y la inocencia son un crimen que se paga caro.

Ricardo se asoma a la ventana del patio.

"Ese perro me pone de los nervios. Siempre lloriqueando. Me recuerda a él".

"Mañana lo llevaremos a la perrera", dice Isabella sin dudarlo. "No quiero más recordatorios de Miguel en esta casa".

La crueldad de sus palabras me atraviesa. No les basta con haberme matado. Tienen que borrar cada huella de mi existencia, hasta el amor incondicional de un animal.

            
            

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