Ayudarla en el puesto me devolvió un poco de mi centro. El trabajo físico, el calor del comal, el murmullo de los clientes. Aquí yo no era la "chica rara de los tacos", era Sofía, la hija de doña Elena, la que preparaba los mejores tacos de pastor de todo el mercado. Sentí una pizca de orgullo, algo que la escuela me estaba quitando.
El lunes, volví a la realidad. Caminaba por el pasillo, cargando una pequeña charola con flan napolitano que mi mamá había preparado para la maestra de literatura, como agradecimiento por ayudarme con un ensayo. Iba con cuidado, concentrada en no tropezar.
Y entonces, lo vi. Diego venía saliendo de un salón, riéndose con sus amigos. Me vio, y por una fracción de segundo, su sonrisa se desvaneció. Intenté hacerme a un lado, pasar de largo, pero fue inútil. Chocamos.
La charola voló por los aires. El flan, dorado y perfecto, se estrelló contra su camisa blanca, impecable y seguramente carísima. Un pegote de caramelo y huevo se deslizó lentamente por su pecho.
El silencio en el pasillo fue total. Todos se nos quedaron viendo.
"¡Lo siento! ¡De verdad, lo siento!", dije, muerta de pánico. Dejé la charola vacía en el suelo y busqué desesperadamente un pañuelo en mi mochila. "Te lo voy a limpiar, yo...".
"No me toques", dijo él, con una voz fría y cortante. Dio un paso atrás, como si yo tuviera una enfermedad contagiosa.
En ese momento, Valeria apareció a su lado. Miró la mancha en la camisa de Diego y luego me miró a mí con un desprecio absoluto.
"¿Qué hiciste, gata?", siseó. Su voz era puro veneno. "Esta camisa cuesta más de lo que tu familia gana en un mes vendiendo esa porquería que llaman comida".
Sentí como si me hubieran dado una bofetada. Las lágrimas me picaron en los ojos. Me sentí sucia, pobre, insignificante. Miré mi ropa, mis jeans gastados, mis tenis viejos. Miré mis manos, que ahora sí estaban manchadas de caramelo.
"Fue un accidente", susurré.
"Los accidentes les pasan a las personas, no a los animales que no ven por dónde caminan", replicó Valeria. Se aferró al brazo de Diego. "Vámonos, mi amor. Hay que quitarte esa cosa asquerosa".
Diego no dijo nada. No me defendió. Solo se dejó llevar por ella, lanzándome una última mirada de fastidio. Ni siquiera necesité escuchar sus pensamientos para saber lo que sentía.
Me quedé ahí, parada en medio del pasillo, con el olor dulce del flan y el olor amargo de la humillación flotando a mi alrededor. La gente empezó a susurrar. Tomé la charola vacía del suelo y corrí al baño de mujeres.
Me encerré en un cubículo y me deslicé hasta el suelo. Lloré en silencio, con la cara entre las rodillas. Lloré por la camisa, por el flan de mi mamá, por la crueldad de Valeria y, sobre todo, por la cobardía de Diego.
Clara me encontró allí.
"Sofía, ¿estás bien? Vi lo que pasó. Valeria es una bruja".
"Fue mi culpa", sollocé. "Arruiné su camisa".
"No fue tu culpa. Y a él no le importó la camisa, le importó más quedar bien con ella", dijo Clara, sentándose a mi lado.
Tenía razón. Pero eso no hacía que doliera menos. Esa tarde, en la biblioteca, intenté estudiar. Pero cada vez que leía una palabra, la cara de desprecio de Valeria aparecía en mi mente. Abrí mi cuaderno de matemáticas y vi los números. Diego era el número uno en casi todo. Yo era un cero a la izquierda.