"Ya era hora, Sofía", dijo, su voz con un tono de reproche amable. "Vamos, que se nos hace tarde".
Me sonrió, una sonrisa que siempre me había parecido tranquilizadora, paternal. Pero ahora, a la luz de mi descubrimiento, la examiné con nuevos ojos. Busqué una señal, una grieta en su fachada.
La impostora que se hacía pasar por Martha apareció a su lado, tomando su brazo de una manera posesiva.
"Ya está lista, querido. Tuvo un pequeño ataque de nervios, pero ya está mejor, ¿verdad, Sofía?".
Asentí en silencio, sin atreverme a hablar.
Cuando David se movió para abrir la puerta, lo vi. Fue un gesto simple, se rascó la nuca con la mano izquierda.
Y mi sangre se heló por segunda vez en menos de una hora.
David Thompson era zurdo. Siempre lo había sido. Escribía con la izquierda, comía con la izquierda, lanzaba una pelota con la izquierda. Era una de las primeras cosas que noté de él cuando llegué a su casa.
Pero este hombre, el que estaba parado frente a mí, se acababa de rascar con la mano derecha, un gesto torpe, no natural. Y su reloj, el caro reloj suizo que nunca se quitaba, estaba en la muñeca izquierda. David siempre usaba su reloj en la muñeca derecha, porque le molestaba para escribir.
No.
No podía ser.
Mis ojos se abrieron de par en par, pasando del falso David a la falsa Martha. Los dos. Ambos eran impostores. ¿Desde cuándo? ¿Cómo? ¿Y dónde estaban los verdaderos Thompson?
Un pensamiento horrible cruzó mi mente, tan oscuro y frío que me dejó sin aliento. ¿Les había pasado lo mismo que a Miguel? ¿Habían desaparecido, reemplazados por estas... cosas?
"¿Cariño, estás bien?", preguntó el falso David, su sonrisa empezando a parecer forzada. Notó mi mirada, mi parálisis.
"Se siente un poco abrumada", intervino la falsa Martha rápidamente, su voz como un látigo. "El aire fresco le hará bien. Vamos al coche".
Antes de que pudiera reaccionar, me tomaron cada uno por un brazo. Sus agarres no eran gentiles. Eran firmes, como los de dos guardias escoltando a un prisionero. Me guiaron fuera de la casa, hacia el sedán negro estacionado en la entrada.
Ya no había duda. Estaba atrapada.
Me metieron en el asiento trasero. La falsa Martha se sentó a mi lado, mientras que el falso David se puso al volante. Las puertas se cerraron con un sonido sordo y definitivo, y los seguros se activaron automáticamente.
Mi mente corría a mil por hora, buscando una salida, una escapatoria. Miré por la ventanilla, el tranquilo vecindario suburbano ahora parecía una prisión. Cada casa, cada jardín cuidado, era parte de una elaborada mentira.
El coche se puso en marcha.
"Verás qué bien te sientes después del examen, Sofía", dijo el falso David, mirándome por el espejo retrovisor. "Estarás tan orgullosa de ti misma. Nosotros lo estaremos".
Su voz era tranquila, razonable, pero sus ojos en el reflejo eran duros, vigilantes.
Estaban jugando un papel, manteniendo la farsa. ¿Por qué? ¿Qué querían de mí? ¿Por qué era tan importante que hiciera ese examen de ciudadanía?
"Sí", añadí yo, jugando mi propio papel. "Estoy un poco nerviosa, es todo".
Fingí mirar por la ventana, pero en realidad estaba escaneando el interior del coche. El seguro de mi puerta. La manija. ¿Podría abrirla y saltar en un semáforo? Probablemente no, la falsa Martha estaba demasiado cerca, observando cada uno de mis movimientos.
El coche se detuvo en un semáforo en rojo en el bulevar principal. La calle estaba llena de gente, coches, vida. A solo unos centímetros de mí, del otro lado del cristal, el mundo real seguía su curso, ajeno a mi pesadilla.
Era ahora o nunca.
"Creo que voy a vomitar", dije de repente, llevándome una mano a la boca.
La falsa Martha frunció el ceño, una mezcla de molestia y preocupación fingida.
"Respira hondo, Sofía. Ya casi llegamos".
"No puedo... necesito aire", insistí, mi voz sonando genuinamente angustiada.
Era una apuesta. Una apuesta desesperada.