La Medalla Perdida
img img La Medalla Perdida img Capítulo 1
2
Capítulo 5 img
Capítulo 6 img
Capítulo 7 img
Capítulo 8 img
Capítulo 9 img
Capítulo 10 img
img
  /  1
img

Capítulo 1

Sofía se despertó de golpe, con el corazón latiéndole con furia en el pecho y el sudor frío pegado a la frente. El olor a humedad y a madera vieja de su pequeña casa la golpeó, un olor que conocía mejor que el suyo propio, pero por un segundo, se sintió completamente desubicada. La memoria de la sangre, el sonido de los huesos de Mateo rompiéndose y su propio grito ahogado en la garganta eran tan reales, tan presentes, que extendió una mano temblorosa en la oscuridad, esperando tocar el cuerpo frío de su hermano.

Pero no había nada. Solo la delgada y gastada cobija.

Se incorporó en la cama, el pánico subiendo por su garganta como una marea negra. Había muerto. Recordaba claramente la desesperación, la impotencia al ver a los hombres del Licenciado Vargas pisotear la condecoración de su padre, su último recurso, su única esperanza. Recordaba haberse lanzado contra ellos, solo para ser golpeada y dejada en el suelo, viendo cómo su mundo se desvanecía. Había muerto de pena, de rabia, de un corazón roto.

Y ahora estaba aquí. Viva. En su cama.

El sol de la mañana se filtraba por las grietas de la ventana de madera, iluminando las partículas de polvo que flotaban en el aire. Todo estaba exactamente como debería estar, antes de la catástrofe. Antes del día en que todo se fue al diablo.

La puerta de su habitación se abrió con un chirrido suave.

"¿Sofía? ¿Ya te despertaste? Mamá Gallina me dijo que ya casi está el desayuno."

Era Mateo. Su hermano pequeño, de pie en el umbral, con el pelo revuelto y una sonrisa soñolienta en su cara. No había heridas. No había sangre. No había rastro del dolor que ella recordaba con una claridad que le partía el alma. Estaba entero, perfecto, radiante con la inocencia de sus diez años.

Sofía sintió que se le cortaba la respiración. Las lágrimas brotaron de sus ojos sin que pudiera controlarlas, y se tapó la boca para ahogar un sollozo que amenazaba con desgarrarla por dentro.

Mateo frunció el ceño, su sonrisa se desvaneció y fue reemplazada por la preocupación. Se acercó a la cama con pasitos cortos.

"¿Qué tienes? ¿Tuviste una pesadilla?"

Sofía no podía hablar. Solo podía negar con la cabeza mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. Lo atrajo hacia ella en un abrazo desesperado, apretándolo tan fuerte que él se quejó un poco. Olía a niño, a sueño, a vida. Era real. Estaba aquí.

"Oye, me aprietas mucho," dijo Mateo, aunque le devolvió el abrazo con sus bracitos delgados. "Soñé que papá nos llevaba a la playa. Y que me compraba un balón de fútbol nuevo, uno de los de verdad, como los que usan los profesionales."

Sus palabras eran tan puras, tan llenas de una esperanza que a ella se le había muerto. En la otra vida, en esa vida que acababa de dejar atrás, el último deseo de Mateo antes de que lo destrozaran había sido un balón. Un simple balón de fútbol que ella nunca pudo comprarle.

El corazón de Sofía se contrajo de dolor. No era una pesadilla. Era un recuerdo. Una advertencia. De alguna manera, por alguna razón que no podía comprender, había vuelto. Había vuelto al día en que todo comenzó.

Soltó a Mateo, sus manos aún temblando. Miró sus ojos confundidos y tomó una decisión. No volvería a pasar. No dejaría que le arrebataran a su hermano. No dejaría que destruyeran su hogar y pisotearan el honor de su padre. Esta vez, iba a luchar.

"No fue nada, Mati. Solo una pesadilla tonta," mintió, forzando una sonrisa que se sentía extraña en su cara. "Ve a lavarte la cara. Ahorita te alcanzo."

Mateo, tranquilizado por su tono, asintió y salió corriendo de la habitación.

En cuanto él se fue, la sonrisa de Sofía se desvaneció. Se levantó de la cama con una urgencia febril. Sabía exactamente lo que tenía que hacer. La clave de todo, el último recurso de su padre, era la Medalla al Valor. La condecoración que le dieron por su último acto de servicio, el acto que le costó la vida. En su vida anterior, había esperado hasta que Mateo estuvo al borde de la muerte para usarla. Esta vez no. La usaría ahora. Iría directamente a la base militar y expondría al Licenciado Vargas por lo que era: un político corrupto que usaba matones para aterrorizar a la gente y robar sus tierras.

Corrió hacia el viejo ropero de madera en la esquina de la habitación. Allí, en el fondo, debajo de una pila de sábanas viejas, su padre guardaba sus cosas más preciadas en una pequeña caja de metal. Sus cartas, su placa de identificación y la medalla.

Abrió las puertas con un tirón, el corazón latiéndole con una mezcla de miedo y esperanza. Apartó las sábanas con manos temblorosas. Ahí estaba la caja. Oxidada en los bordes, exactamente como la recordaba.

La sacó, sus dedos rozando el frío metal. Esta era su arma. Su única oportunidad para cambiar su destino.

Pero mientras esperaba, con la caja en sus manos, un mal presentimiento comenzó a crecer en su interior. La calle, normalmente ruidosa a esta hora con los vendedores y los vecinos, estaba extrañamente silenciosa. Se asomó por la ventana y vio a dos hombres desconocidos parados en la esquina, observando su casa. No eran los matones que recordaba, pero su presencia era igualmente amenazante. Llevaban ropa demasiado cara para el barrio y sus miradas eran frías, calculadoras.

Un escalofrío recorrió su espalda. Algo estaba mal. Algo era diferente.

Volvió su atención a la caja. Tenía que darse prisa. Abrió el cerrojo oxidado con un chasquido. Su corazón se detuvo.

Dentro estaban las cartas dobladas. La placa de identificación de su padre. Pero el hueco en el terciopelo rojo, el lugar donde debería haber estado la brillante medalla de oro, estaba vacío.

La Medalla al Valor no estaba.

Sofía sintió que el suelo se abría bajo sus pies. Miró el espacio vacío, su mente negándose a procesar lo que veía. Vació la caja sobre la cama, sacudiéndola desesperadamente, pero solo cayeron las cartas y la placa. La medalla había desaparecido.

Su única esperanza, su plan infalible, se había hecho polvo antes de empezar. La fuerza la abandonó por completo. Un grito ahogado escapó de sus labios y sus piernas cedieron. Se derrumbó en el suelo, el aire escapando de sus pulmones, la oscuridad comenzando a invadir los bordes de su visión. El pánico, la desesperación y una sensación abrumadora de impotencia la consumieron. El futuro que había venido a evitar ya estaba aquí, y ella estaba, una vez más, desarmada.

            
            

COPYRIGHT(©) 2022