"Está bien, nos vamos," dijo en voz baja, para sorpresa de todos. Agarró la mano de Mateo y se dio la vuelta. "Pero volveré."
Salió del edificio con la cabeza en alto, ignorando las miradas y los susurros. Arrastró a Mateo a un pequeño parque al otro lado de la calle, un pedazo de tierra polvoriento con un par de bancas de metal oxidadas. Se sentó, sintiendo que las fuerzas la abandonaban. Necesitaba un momento para pensar, para recalibrar su plan.
Estaba tan concentrada en sus pensamientos que no los vio venir.
"Vaya, vaya, miren a quién tenemos aquí. La huerfanita valiente."
La voz grasienta y burlona la hizo levantar la cabeza de golpe. Eran ellos. Los matones que recordaba de su otra vida. Tres de ellos. El que habló, un hombre corpulento con una cicatriz en la ceja, era el líder. Se llamaba El Chato.
Se pararon frente a la banca, bloqueando la luz del sol, sus sombras cubriéndolos a ella y a Mateo.
"¿Qué quieren?" preguntó Sofía, empujando a Mateo detrás de ella instintivamente.
"Nos dijeron que anduviste haciendo preguntas en la presidencia," dijo El Chato, sonriendo con malicia. "El Licenciado no está contento. No le gusta que la gente meta las narices donde no le importa."
De repente, una figura inesperada salió de detrás de ellos. Era una mujer mayor, la Doña Elvira, la cacique del mercado y una de las aliadas más vociferantes y antiguas de Vargas. Sofía la recordaba de los mítines, siempre en primera fila, aplaudiendo más fuerte que nadie. Se suponía que era una líder comunitaria, una protectora de los pobres.
"¡Miren a esta malagradecida!" gritó Doña Elvira, su voz chillona atrayendo la atención de los transeúntes. "¡El Licenciado Vargas, un hombre tan bueno que les ha dado tanto, y tú vienes a difamarlo! ¡Sinvergüenza!"
La aparición de la mujer lo cambió todo. Ya no era una confrontación con matones en un parque; era una humillación pública orquestada por una figura respetada del barrio.
"Yo no he difamado a nadie. Solo quiero lo que es mío," respondió Sofía, poniéndose de pie.
"¿Tuyo? ¡No tienes nada!" se burló uno de los otros matones. Antes de que Sofía pudiera reaccionar, el hombre se abalanzó y agarró a Mateo. Le tapó la boca con una mano sucia, ahogando el grito de terror del niño.
"¡Suéltalo!" gritó Sofía, el pánico apoderándose de ella.
"Cállate la boca si no quieres que al niño le pase algo," siseó El Chato, acercándose a ella.
Doña Elvira aprovechó el momento para lanzar su veneno. "¡Esta es una perdida! ¡Igual que su madre! ¿Quién sabe de quién son estos niños en realidad? Su padre, el soldadito, pasaba meses fuera. ¡Esta muchacha seguro anda en malos pasos, por eso necesita dinero! ¡Quiere extorsionar al Licenciado!"
La acusación era tan vil, tan infundada, que dejó a Sofía sin aliento. La gente que se había empezado a congregar a su alrededor la miraba ahora con sospecha y desprecio. Las palabras de una anciana respetada contra las de una huérfana desesperada. La batalla estaba perdida antes de empezar.
"¡Eso es mentira!" logró decir Sofía, con la voz rota.
El Chato sonrió y le dio un empujón que la hizo tropezar y caer de rodillas en el suelo polvoriento. El golpe le sacó el aire y raspó la piel de sus rodillas, pero el dolor físico no era nada comparado con la humillación.
"Aprende tu lugar, huerfanita," dijo El Chato, inclinándose sobre ella. "El Licenciado te ofrece una buena lana por ese jacal inmundo. Acéptala y lárgate. Si sigues molestando, la próxima vez no seremos tan amables."
Los rumores y las mentiras se esparcían como un reguero de pólvora entre la multitud.
"Dicen que la vieron con hombres extraños."
"Doña Elvira tiene razón, seguro es una buscona."
"Pobre Licenciado, tener que lidiar con esta gentuza."
Sofía estaba en el suelo, su hermano era un rehén, y el mundo entero parecía estar en su contra. Se sentía pequeña, impotente, aplastada por el peso de la corrupción y la malicia. Pero entonces, su mano rozó la bolsa de tela que llevaba. Dentro estaba la caja de metal vacía.
Un destello de desafío brilló en sus ojos llorosos. Levantó la cabeza, mirando directamente a El Chato, a Doña Elvira, a la multitud hostil.
"Mi padre fue un héroe," dijo, su voz temblando pero llena de una convicción inquebrantable. "Murió sirviendo a este país. Y esta casa, este terreno, fue lo único que nos dejó. ¡Ustedes no tienen derecho a quitárnoslo!"
Sacó la caja de metal y la levantó en el aire, como si fuera un escudo.
"¡Ustedes le robaron su medalla! ¡Creen que pueden pisotear su honor, pero no los dejaré!" gritó, su voz resonando en el parque. "¡Hay gente que todavía respeta el uniforme! ¡Hay gente que todavía cree en la justicia! ¡Iré a la base militar si es necesario! ¡Les contaré a todos lo que están haciendo!"
Su arrebato de valentía sorprendió a los matones y a la multitud. Por un momento, hubo un silencio tenso. El Chato la miró, su sonrisa burlona vaciló por una fracción de segundo, reemplazada por una sombra de irritación. Había subestimado la determinación de la chica.