Cuando el Amor Se Quiebra
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Capítulo 4

De pie en la terraza, viendo el mar de luces de la ciudad, tomé una decisión. La humillación pública exigía una respuesta pública. Ya no se trataba de pequeños actos de sabotaje como arruinar un pedido de pan. Se trataba de reafirmar mi lugar, de demostrarles a todos, especialmente a Sofía y a su protegido, que subestimarme había sido un error garrafal.

Mi plan necesitaba ser audaz, ruidoso y contundente. Necesitaba ser algo que dejara a Luis y su reloj de platino en la sombra más absoluta, algo que hiciera que el gesto de Sofía pareciera lo que era: barato y vulgar.

Al día siguiente, salí de la panadería más temprano de lo habitual. No fui a casa. Conduje hasta un distrito financiero de la ciudad, a un edificio de cristal y acero que no tenía nada que ver con mi vida de panadero.

Tomé el elevador privado hasta el último piso. La puerta se abrió directamente a una oficina espaciosa con una vista panorámica de toda la ciudad. Sentada detrás de un enorme escritorio de caoba, estaba mi hermana, Isabel Vargas.

Isabel era todo lo que yo no aparentaba ser. Era una de las empresarias más exitosas y temidas del país, la cabeza de Vargas Corp, un conglomerado con intereses en bienes raíces, tecnología y finanzas. Nuestro padre nos había dejado el negocio a ambos, pero mientras ella se deleitaba en la sala de juntas, yo encontré mi pasión en la simplicidad de la panadería. Habíamos acordado hace años mantener nuestros mundos separados. Ella respetaba mi elección y yo confiaba en su habilidad para manejar el imperio familiar. Nadie, ni siquiera Sofía, sabía el alcance real de mi conexión con Vargas Corp. Para el mundo, yo era solo Ricardo, el humilde panadero.

"Ricardo," dijo Isabel, levantando la vista de sus documentos. Su sonrisa era genuina. "Qué sorpresa. No es frecuente que el maestro panadero visite a la humilde oficinista."

"Necesito un favor, Isa," dije, sentándome frente a ella.

Su expresión se tornó seria al instante.

"Lo que sea. ¿Qué pasa?"

Le conté todo. El desprecio de Sofía, el favoritismo hacia Luis, los relojes, la humillación en la fiesta. No omití ningún detalle. Ella escuchó en silencio, su mandíbula tensándose a medida que yo hablaba.

Cuando terminé, se quedó callada por un largo momento. Luego, una sonrisa lenta y peligrosa se dibujó en sus labios.

"Así que la pequeña diseñadora a la que ayudamos a empezar cree que puede tratar a mi hermano como a un felpudo," dijo, su voz suave pero llena de acero. "Y su perrito faldero cree que un reloj caro lo convierte en un hombre importante. Creo que es hora de darles una lección sobre lo que es el verdadero poder."

Le expliqué mi plan. Ella no solo estuvo de acuerdo, sino que lo mejoró, añadiendo capas de espectacularidad que solo alguien con sus recursos podría concebir.

Dos días después, Sofía organizaba otro evento, una cena de caridad para recaudar fondos para un hospital infantil. Era su proyecto de vanidad del año, cubierto por todas las revistas de sociedad. Luis, por supuesto, estaba allí, pavoneándose como si fuera el anfitrión.

Justo cuando Sofía estaba en el escenario, a punto de anunciar la cantidad recaudada hasta el momento, las puertas principales del salón se abrieron de par en par.

Entraron dos hombres con un cheque gigante, de esos que se usan para las fotos de prensa. Pero este era real. Lo llevaron al centro del escenario, junto a una Sofía completamente desconcertada.

En el cheque, escrito con números grandes y claros, había una cifra que dejó a todo el salón en un silencio absoluto: diez millones de dólares. Era más de diez veces lo que esperaban recaudar en toda la noche.

Debajo de la cantidad, en el campo del donante, se leía: "De parte de la familia Vargas, en honor a la lealtad, la integridad y los verdaderos valores familiares."

Y luego entré yo.

No llevaba mi delantal de panadero. Llevaba un traje a la medida, cortado por el mismo sastre que vestía a mi padre, un traje que gritaba dinero viejo y poder discreto. Caminé lentamente hacia el escenario.

La cara de Sofía era una mezcla de shock, confusión y un pánico creciente. La de Luis era de pura incredulidad. Su reloj de platino de repente parecía una baratija, un juguete insignificante.

Subí al escenario, tomé el micrófono de manos de una Sofía paralizada.

"Buenas noches," dije, mi voz resonando en el silencio. "Mi hermana Isabel y yo estamos encantados de apoyar esta noble causa. Creemos firmemente que la base de cualquier éxito, ya sea en los negocios o en la vida, es el respeto y la lealtad. Valores que, lamentablemente, a veces se olvidan."

Mis ojos se encontraron con los de Sofía, y luego se posaron en Luis por un instante. No había ira en mi mirada, solo una fría superioridad. El mensaje era claro. Tú juegas con relojes. Yo juego en otra liga.

La humillación de Luis fue total. Los fotógrafos, que antes lo seguían, ahora se agolpaban a mi alrededor. Los invitados importantes, que antes adulaban a Sofía, ahora me buscaban para estrechar mi mano. Lo había eclipsado de una manera tan absoluta que se volvió invisible. Vi cómo se escabullía hacia una esquina del salón, con el rostro pálido y los hombros caídos.

No necesitaba enfrentarlo. No necesitaba decirle una sola palabra. Mi acción había hablado por mí. Le había demostrado que su pequeño mundo de intrigas y regalos caros era un juego de niños comparado con el mío. Y a Sofía, le había enviado una advertencia final, mucho más potente que un lote de pan quemado. Le había mostrado una faceta de mí que ella nunca supo que existía.

Mientras bajaba del escenario, supe que el equilibrio de poder había cambiado para siempre. Ya no era el marido sumiso y subestimado. Era un Vargas. Y acababa de recordárselo a todos.

                         

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