La Venganza De Mamá
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Capítulo 1

Un grito agudo rompió la tranquilidad de la tarde.

Mi nieto, Pedrito, de apenas cinco años, había trepado a la barandilla del balcón mientras yo estaba en la cocina. Escuché el crujido de la madera vieja y mi corazón se detuvo. Corrí hacia fuera justo a tiempo para ver su pequeño cuerpo perder el equilibrio y caer.

Sin pensarlo un segundo, me abalancé hacia adelante. No tuve tiempo de calcular, solo de actuar. Extendí los brazos, intentando amortiguar su caída.

Logré atraparlo, pero el impacto nos lanzó a ambos contra el suelo de concreto. Sentí un dolor agudo y cegador en mi brazo y mi costado izquierdo mientras protegía su cabeza con mi cuerpo.

Pedrito, asustado pero ileso, empezó a llorar a todo pulmón.

Mi hija, Lucía, salió corriendo de la casa, no hacia mí, sino hacia su hijo.

"¡Pedrito, mi amor! ¿Estás bien?"

Lo levantó, lo revisó de pies a cabeza y, al ver que no tenía ni un rasguño, su alivio se transformó en una furia helada dirigida directamente hacia mí.

"¡Mira lo que hiciste!" me gritó, mientras yo seguía en el suelo, tratando de respirar a través del dolor. "¡Casi matas a mi hijo! ¿En qué estabas pensando, mamá? ¡Eres una inútil!"

Su voz era como un latigazo. Yo la miré desde el suelo, confundida y herida. No me preguntaba si yo estaba bien, no veía mi brazo torcido en un ángulo extraño ni la sangre que empezaba a manchar mi blusa. Solo veía culpa en sus ojos.

Mi yerno, Miguel, apareció detrás de ella, con el ceño fruncido.

"¿Qué es todo este escándalo?"

"¡Tu suegra, que casi nos mata al niño!" respondió Lucía, acunando a Pedrito como si lo hubiera rescatado de un incendio.

Miguel me miró con desprecio. "Siempre causando problemas. Vamos, Lucía, llévalo adentro. Yo me encargo de ella."

Me quedé ahí tirada, escuchando sus pasos alejarse. El dolor en mi cuerpo era inmenso, pero el dolor en mi corazón era mucho peor. Cinco años. Llevaba cinco años viviendo con ellos, desde que mi esposo falleció. Vendí mi casa para darles el dinero para el enganche de la suya, con la promesa de que me cuidarían.

En lugar de eso, me convertí en su sirvienta. Limpiaba la casa, cocinaba, lavaba la ropa y cuidaba a Pedrito día y noche para que ellos pudieran salir a divertirse. No recibía un gracias, solo quejas. Si la comida estaba fría, era mi culpa. Si Pedrito se raspaba la rodilla, era mi culpa. Y ahora, por salvarle la vida, también era mi culpa.

Una vecina se asomó por la barda y llamó a una ambulancia. En el hospital, el doctor confirmó que tenía el brazo roto en dos partes y tres costillas fracturadas. Mientras me ponían un yeso, Lucía y Miguel discutían en el pasillo.

"¿Y ahora quién va a pagar esto?" escuché decir a Miguel. "No tenemos seguro para ella."

"Pues que use sus ahorros," respondió Lucía sin dudar. "Para eso los tiene, ¿no? Para emergencias."

Una enfermera de rostro amable se acercó a mí. "¿Son sus familiares?"

Asentí débilmente.

"Deberían estar aquí adentro, cuidándola, no discutiendo por dinero," dijo en voz baja, con una mirada de compasión. Su pequeña intervención fue un bálsamo en mi herida, un recordatorio de que no todo el mundo era tan cruel.

Cuando finalmente entraron a la habitación, Lucía tenía una expresión de falsa preocupación.

"Mamá, el doctor dice que necesitarás terapia y cuidados especiales. Miguel y yo no podemos con eso ahora mismo. Con el trabajo, Pedrito... es demasiado."

Miguel asintió, con los brazos cruzados. "Lo que tu hija quiere decir es que esto nos va a costar una lana que no tenemos. Pero se nos ocurrió una idea."

Me miraron, y por primera vez vi la verdadera naturaleza de su plan.

"Tú tienes la casa de tu pueblo, la que te heredaron tus papás," continuó Lucía, con una voz melosa que me revolvió el estómago. "Si nos la pones a nuestro nombre, podemos usarla como garantía para un préstamo. Pagamos el hospital, tu recuperación y hasta nos sobra para arreglar unas cositas en la casa."

Me quedé helada. No podía creer lo que estaba escuchando. No les importaba mi dolor, mi sacrificio. Solo veían una oportunidad. La casa de mis padres, mi único patrimonio, mi último refugio.

El recuerdo de mi vida antes de esto me invadió. Mis tardes tranquilas en mi pequeña casa, mi jardín, mis amigas. Todo lo que dejé por ellos, por el amor a mi hija, por la promesa de una vejez en familia. Y todo había sido una mentira.

Una claridad fría y dura se instaló en mi mente. El dolor físico se desvaneció, reemplazado por una resolución de acero.

Los miré fijamente, a mi hija y a su esposo, dos extraños con rostros codiciosos.

"No," dije, y mi voz, aunque débil, sonó más firme que nunca en los últimos cinco años.

Lucía parpadeó, sorprendida. "¿Cómo que no? Mamá, es por tu bien."

"Dije que no," repetí, levantando la barbilla. "Esa casa es mía. Y mi dinero es mío. No les voy a dar nada más."

La máscara de Lucía se cayó, revelando su feo y egoísta rostro. "¡Eres una vieja egoísta! Después de todo lo que hacemos por ti, ¿así nos pagas?"

"¿Qué hacen por mí?" pregunté, y una risa amarga escapó de mis labios. "¿Explotarme? ¿Usarme como su criada? Se acabó, Lucía. Se acabó."

La furia en sus ojos era aterradora, pero por primera vez en mucho tiempo, no sentí miedo. Sentí que despertaba de un largo y doloroso sueño.

            
            

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