Por primera vez en cinco años, dormí toda la noche.
A la mañana siguiente, me desperté con el olor a café recién hecho. Carlos estaba en la cocina, con una expresión sombría pero decidida.
"Hablé con ellos," dijo, sirviéndome una taza. "Lo niegan todo, por supuesto. Dicen que te encerraste tú misma porque estás senil."
"Son unos mentirosos," dije, con una nueva fuerza en mi voz.
"Lo sé, mamá. Y van a pagar por lo que hicieron," afirmó Carlos. "Hoy vamos a ir al Registro Civil. Necesitamos poner las cosas en orden."
Más tarde, en la pequeña y abarrotada oficina gubernamental, nos encontramos con Lucía y Miguel. Lucía corrió hacia mí, intentando abrazarme.
"¡Mamá, qué bueno que estás bien! Estábamos tan preocupados. Carlos entendió todo mal."
Me aparté de ella. "No me toques."
Un funcionario nos llamó a una pequeña sala de mediación. Lucía, frente a una autoridad, adoptó su papel de hija devota y sufrida.
"Señor, mi mamá no está bien de sus facultades. Se cayó, se golpeó la cabeza. Nosotros solo queremos cuidarla."
"Eso no es verdad," intervine, mi voz clara y fuerte. "Me explotaron durante cinco años. Me encerraron en un cuarto cuando me negué a darles mi casa. Y no quiero volver a verlos nunca más."
El funcionario nos miró a todos, evaluando la situación.
"Señora Josefina," dijo, dirigiéndose a mí. "Si usted quiere cortar la relación, podemos levantar un acta. ¿Pero qué es lo que pide exactamente?"
Era el momento. Miré a Lucía directamente a los ojos.
"Quiero que me devuelvan los doscientos mil pesos que les di por el enganche de su casa. Les di el dinero de la venta de mi propiedad, y no fue un regalo, fue un préstamo que nunca me pagaron. Y quiero que firmen un documento donde renuncian a cualquier tipo de relación o responsabilidad sobre mí, y yo sobre ustedes. Legalmente. Para siempre."
Lucía se quedó boquiabierta. Miguel soltó una carcajada.
"¿Doscientos mil pesos? ¿Estás loca? ¡No tenemos ese dinero!"
"Pues véndanla," dijo Carlos, cruzándose de brazos. "O consíganlo. Tienen un mes."
Lucía, viendo que su teatro no funcionaba y creyendo que la parte del dinero era una bravata, sonrió con malicia.
"¿Sabes qué? De acuerdo. Firmaremos tus estúpidos papeles. Nos libraremos de una carga," dijo con desdén. "Así ya no tendremos que aguantar tus achaques. Pero olvídate del dinero."
"El dinero no es negociable," insistí.
El funcionario redactó un acuerdo de separación y renuncia de obligaciones familiares. Lucía y Miguel lo firmaron rápidamente, casi con alegría, pensando que se habían salido con la suya.
Cuando terminamos, me levanté. Carlos y Sofía se pusieron a mi lado.
"Adiós, Lucía," dije, sin una pizca de emoción en mi voz.
Caminé hacia la salida sin mirar atrás. Sentí su mirada de odio en mi nuca, pero no me detuve. Al salir al sol, respiré hondo. Era el aire de la libertad.
Esa noche, en casa de Carlos, Sofía cocinó mi platillo favorito: pozole rojo, con todos sus acompañamientos. Nos sentamos a la mesa los tres juntos.
"Mamá," dijo Carlos, tomándome la mano. "Sé que hemos estado distanciados. Lucía nos decía que no querías saber de nosotros, que estabas feliz con ella. Fui un tonto por creerle y no buscarte yo mismo. Perdóname."
Las lágrimas llenaron mis ojos, pero esta vez eran de felicidad.
"No tienes nada que perdonar, hijo. La culpa fue mía por dejar que me aislara."
Sofía sonrió. "Bueno, eso se acabó. Ahora somos una familia. Y esta es tu casa."
Me sirvió un plato humeante de pozole. El olor a orégano y chile me transportó a tiempos más felices. Mientras comíamos, hablamos y reímos. Me contaron de su trabajo, de sus planes, de sus sueños. Me hicieron sentir incluida, amada, respetada.
Me di cuenta de que en los últimos cinco años, no me había sentado a la mesa a cenar con mi hija ni una sola vez. Siempre comía sola en la cocina, después de que ellos terminaran.
Esa noche, mientras saboreaba el pozole, sentí que por fin había vuelto a casa. No a una casa de ladrillos y cemento, sino a un hogar de verdad.