Estéril Es Tu Mentira
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Capítulo 1

El aroma a mole de olla recién hecho, con sus notas profundas de chiles secos y epazote, llenaba la cocina de "Corazón de Maíz", mi restaurante. Los críticos lo llamaban un templo de la alta cocina mexicana, y la estrella Michelin que brillaba en la entrada lo confirmaba, pero para mí, era simplemente mi taller, el lugar donde transformaba recuerdos en sabores. Esa noche, el éxito se sentía más dulce que nunca, no por las reservaciones llenas ni por los elogios de los comensales, sino por el secreto que guardaba en el bolsillo de mi filipina: dos boletos de avión a París.

Nuestro aniversario. Cinco años con Sofía. Cinco años en los que habíamos construido una vida juntos, o eso creía yo. Ella era una talentosa diseñadora de moda, y yo, un chef que había encontrado su lugar en el mundo. El único vacío en nuestra vida perfecta era la ausencia de hijos. Años atrás, un diagnóstico médico nos había golpeado con la palabra "estéril". Sofía lo había tomado con una extraña calma, diciendo que nuestro amor era suficiente, que su carrera la llenaba. Yo, en cambio, sentía un hueco en el alma, un anhelo de paternidad que reprimía para no hacerla sentir mal. Pero esa noche, todo eso quedaba atrás, quería celebrar nuestro amor, el que según ella, era a prueba de todo.

Cerré el restaurante más temprano de lo habitual, ignorando las miradas extrañadas de mi equipo. Me despedí con una palmada en la espalda a mi jefe de cocina.

"Mañana te encargas de todo, Manuel. Me tomo unos días."

"¿Todo bien, chef?", preguntó, secándose el sudor de la frente.

"Mejor que nunca", le respondí con una sonrisa que no podía ocultar.

Corrí a casa, hice una maleta a toda prisa y me dirigí al aeropuerto. Sofía estaba en París para la Semana de la Moda, una oportunidad de oro para su carrera. Mi plan era simple y romántico: aparecer en la puerta de su apartamento alquilado, con un ramo de sus flores favoritas y la promesa de unos días inolvidables en la ciudad del amor. Quería ver su cara de sorpresa, la misma que ponía cuando le cocinaba su platillo favorito después de un día difícil.

El vuelo se me hizo eterno. Cada minuto en el aire aumentaba mi expectación. Imaginaba nuestra cena en un pequeño bistró, paseos a la orilla del Sena, su risa resonando en las calles parisinas. Aterricé en Charles de Gaulle con el corazón latiendo a mil por hora. Un taxi me llevó a través de la ciudad iluminada hasta el distrito de Le Marais, donde ella se hospedaba. Compré un enorme ramo de peonías rosas en una florería que aún estaba abierta y subí los escalones del viejo edificio sintiendo el peso de la emoción en el pecho.

Me paré frente a la puerta de madera oscura, la número 3B. Respiré hondo, ensayando las palabras que le diría. Alisé mi camisa, arreglé las flores y toqué el timbre.

Unos segundos después, escuché pasos al otro lado. La puerta se abrió lentamente.

Ahí estaba ella, Sofía. Pero la sonrisa de sorpresa que yo esperaba no apareció. En su lugar, vi una máscara de pánico absoluto. Sus ojos se abrieron como platos, y su boca se entreabrió en un gesto de puro terror. Su mano voló instintivamente hacia su vientre, como si quisiera ocultar algo.

"¿Armando?", susurró, su voz temblorosa. "¿Qué... qué haces aquí?"

"¡Sorpresa, mi amor! ¡Feliz aniversario!", dije, tratando de ignorar la extraña tensión en el aire. Di un paso adelante para abrazarla, para rodearla con mis brazos y disipar esa horrible sensación que empezaba a instalarse en mi estómago.

Extendí los brazos, el ramo de peonías aplastado entre nosotros. La abracé, esperando sentir la familiaridad de su cuerpo contra el mío. Pero algo estaba mal. Terriblemente mal. Mi mano, que buscaba su espalda, se topó con una dureza extraña, un volumen firme y redondo bajo su bata de seda. No era grasa, no era hinchazón. Era un bulto grande, inequívoco, imposible de ignorar.

Me quedé helado. Mi cerebro se negó a procesar lo que mis manos sentían. La solté bruscamente, como si me hubiera quemado. Mis ojos bajaron de su rostro aterrorizado a su cuerpo. La bata de seda, aunque holgada, no podía ocultar la protuberancia. Un vientre de embarazo avanzado, de al menos seis meses.

El ramo de peonías se resbaló de mis dedos y cayó al suelo con un ruido sordo, un manchón de color rosa sobre la madera gastada.

El aire se escapó de mis pulmones. El mundo se detuvo. El pasillo pareció alargarse y distorsionarse. Solo podía ver su vientre y su cara de pánico. La palabra "estéril" resonaba en mi cabeza como un eco burlón.

Levanté la vista, clavando mis ojos en los suyos. Mi voz salió rota, apenas un susurro cargado de una incredulidad que me desgarraba por dentro.

"Sofía... ¿qué es esto?"

            
            

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