La puerta se abrió y un hombre entró en el apartamento. Era Ricardo "El Fénix" Mendoza. Alto, con el carisma arrogante de quienes están acostumbrados a la adoración de las multitudes y una sonrisa ensayada en los labios. No me vio al principio. Sus ojos estaban fijos en Sofía y en su vientre.
"Mi amor, ¿cómo están mis dos campeones?", dijo con voz melosa, caminando directamente hacia ella. Se inclinó y besó su vientre abultado con una familiaridad que me revolvió las entrañas. Luego le dio un beso en los labios, un beso corto pero íntimo.
Fue como ver una película de mi propia humillación en cámara lenta. Yo estaba ahí, parado a menos de tres metros, y él actuaba como si yo fuera un mueble más en la habitación.
Sofía, rígida por el terror, intentó alejarlo sutilmente.
"Ricardo, ahora no...", musitó, lanzándome una mirada desesperada.
Fue entonces cuando Ricardo finalmente pareció notar mi presencia. Levantó la vista, y su sonrisa no vaciló, simplemente se transformó en una de burla y superioridad.
"Vaya, vaya", dijo, enderezándose y mirándome de arriba abajo con desdén. "El chef. Armando Robles, ¿verdad? Sofía me ha hablado de ti."
Me habló de ti. Como si yo fuera un recuerdo lejano, un personaje secundario en su historia.
"¿Qué pasa, mi amor?", le preguntó a Sofía, pero sin dejar de mirarme. "¿Por qué lloras? ¿Este tipo te hizo algo?"
Su tono era falsamente protector, diseñado para provocarme, para establecer su dominio en la que, evidentemente, consideraba su casa.
"Ricardo, por favor, vete", suplicó Sofía en voz baja. "Tenemos que hablar."
"¿Irnos? Pero si acabamos de llegar", dijo Ricardo, pasando un brazo posesivo por los hombros de Sofía. Luego se dirigió a mí directamente, su voz goteando veneno. "¿Qué haces aquí, Robles? ¿Viniste a prepararnos la cena? Escuché que eres bueno con las manos, en la cocina, claro."
Esa fue la gota que derramó el vaso. La insinuación, la burla, la absoluta falta de respeto. La rabia que había estado hirviendo a fuego lento dentro de mí finalmente explotó.
"Voy a matarte, hijo de puta", gruñí, dando un paso al frente.
"¡Armando, no!", gritó Sofía, y en un movimiento que nunca olvidaré, se interpuso entre Ricardo y yo. Puso sus manos en mi pecho, empujándome, protegiéndolo a él. A mi rival. Al hombre que había destruido mi vida.
"¡No lo toques!", me gritó. "¡Está enfermo!"
Verla defenderlo, protegerlo a él de mí, fue la traición final y absoluta. La empujé a un lado, no con violencia, pero con la fuerza de mi desesperación. Ella tropezó hacia atrás, cayendo en el sofá.
Y entonces me abalancé sobre Ricardo.
No hubo pensamiento, solo instinto. Mi puño se conectó con su mandíbula con un sonido satisfactorio y húmedo. El famoso torero, el "Fénix", tropezó hacia atrás, sorprendido, con una expresión de incredulidad en su rostro. La sangre brotó de su labio partido.
Por un segundo, sentí una oleada de poder, la liberación de meses, de años de dolor y humillación concentrados en un solo golpe.