Las luces del gran salón me bañaban, pero no sentía su calor. Estaba parada junto a Alejandro, el hombre que controlaba este imperio, sonriendo como me había enseñado a hacerlo, una sonrisa perfecta que no llegaba a mis ojos. Era su noche, la celebración de otro negocio exitoso que aplastaba a sus rivales, y yo era el trofeo que mostraba en su brazo. Todos nos miraban, los hombres con envidia, las mujeres con una mezcla de admiración y celos. Por un momento, casi me creí la mentira que vivíamos, que yo era su reina y este era mi reino.
Me susurró al oído, su aliento olía a tequila caro.
"Pórtate bien, Isabela. Esta noche es importante."
Asentí, mi garganta demasiado apretada para hablar. Él me apretó la mano, una señal de posesión, no de afecto. La orquesta comenzó a tocar un vals lento y él me guió a la pista de baile. Nos movimos con una gracia practicada, un espectáculo para la galería de invitados. Él era un bailarín experto, controlando cada uno de mis movimientos, y yo lo seguía sin pensar, mi cuerpo una extensión de su voluntad.
Entonces, justo en medio de la canción, se detuvo.
Me soltó la mano y me dejó sola en el centro de la pista de baile. El murmullo de la multitud se detuvo, y todos los ojos se clavaron en mí. Un silencio incómodo llenó el aire, tan pesado que apenas podía respirar. Me quedé allí, congelada, mi sonrisa falsa derritiéndose. Alejandro se dio la vuelta sin decir una palabra y se alejó, dejándome abandonada bajo la mirada de cientos de personas. El pánico comenzó a subir por mi pecho, frío y afilado. Cada segundo se sentía como una hora. Mi mente corría, buscando una razón, una explicación, pero no había ninguna. Era una humillación pública, deliberada y cruel.
Vi cómo se abría paso entre la multitud, que se apartaba para él como las aguas para un profeta. Mis ojos lo siguieron, desesperados, buscando una respuesta en su espalda rígida. Se detuvo en la entrada principal del salón. Las enormes puertas dobles se abrieron y una figura apareció en el umbral, recortada contra la noche oscura. Era una mujer.
Mientras caminaba hacia Alejandro, la luz la alcanzó y mi corazón se detuvo. Era como mirarme en un espejo, pero una versión más nueva, más brillante. Tenía mi mismo cabello oscuro, mis mismos ojos, la misma forma de la cara. Pero su sonrisa era genuina, llena de una confianza que yo había perdido hacía mucho tiempo. Era más joven, su piel más tersa, su mirada más desafiante. Se acercó a Alejandro y él le tomó la mano, la misma mano que había soltado la mía momentos antes.
La llevó de regreso hacia el centro del salón, hacia mí. No podía moverme, mis pies estaban pegados al suelo de mármol. El mundo se había reducido a ellos dos acercándose, borrando mi existencia con cada paso. La multitud comenzó a susurrar, el sonido creciendo como el zumbido de insectos enojados. "Se parece a ella", escuché. "Es idéntica". Comprendí la verdad en ese instante, una verdad tan brutal que me robó el aliento. Yo no era única. Yo era un prototipo, un borrador. Y ella era la versión final.
Llegaron frente a mí. Alejandro no me miró, sus ojos solo la veían a ella. La mujer, a quien más tarde conocería como Camila, me dedicó una breve mirada. No había compasión en sus ojos, solo un triunfo frío y calculado. Levantó la barbilla, una reina reclamando su trono. Su sonrisa se ensanchó, una herida roja en su rostro perfecto, y supe que mi caída era su ascenso. La orquesta, después de una señal casi imperceptible de Alejandro, reanudó la música, pero nadie bailaba. Todos observaban el drama, el sacrificio público. Alejandro levantó la mano de Camila, se la besó y la guió de regreso a la pista, ocupando el lugar que yo había dejado. Mi humillación estaba completa.