A la mañana siguiente, la tormenta estalló.
Alejandro me interceptó en el pasillo principal, sus facciones usualmente encantadoras estaban contraídas por la furia.
"¡¿Se puede saber qué diablos estás haciendo, Ximena?!".
Su voz era un gruñido bajo, asegurándose de que los sirvientes no escucharan.
"¿Casarte con un lisiado? ¿Es una broma? ¿Una forma de llamar la atención?".
Me crucé de brazos, mirándolo fijamente.
"No, Alejandro. Es mi decisión".
"¡Tu decisión!", se burló. "¡Una decisión estúpida que pone en riesgo todo por lo que tu padre ha trabajado!".
En ese momento, Marco y Diego aparecieron detrás de él, como sus sombras leales.
"Alejandro tiene razón, Ximena", dijo Marco, con su tono siempre condescendiente. "Crees que por ser la hija del jefe puedes jugar con el futuro de todos, pero no es así".
"Siempre has sido una niña mimada", añadió Diego, con una sonrisa cruel. "Consigues todo lo que quieres con un berrinche".
Los miré a los tres, a los hombres que había considerado mi familia.
La decepción era un sabor amargo en mi boca.
"Si tanto me desprecian, si tan mala idea les parecía la unión conmigo, ¿por qué ninguno de ustedes le dijo a mi padre que no?", pregunté, mi voz cargada de un sarcasmo helado.
"¿Por qué no tuvieron las agallas de rechazar la propuesta directamente?".
Se quedaron en silencio por un segundo, sorprendidos por mi confrontación.
Fue Alejandro quien respondió, adoptando un aire de mártir.
"No podíamos, Ximena. ¿Cómo íbamos a ofender a Don Rojas? Él nos sacó de la nada, nos dio un hogar, una educación... una vida", dijo, su voz goteando una falsa gratitud.
"Estábamos atrapados, obligados a considerar este... sacrificio por lealtad a él".
"Sacrificio", repetí, saboreando la ironía de la palabra.
"Qué noble de tu parte, Alejandro", continuó él, ignorando mi tono. "Yo estaba dispuesto a hacerlo. Estaba dispuesto a sacrificar mi propia felicidad, a dejar a Sofía, por el bien de esta familia. ¡Y así es como me pagas! ¡Corriendo a los brazos de un don nadie!".
Era una actuación magistral.
Marco y Diego asentían, conmovidos por la "nobleza" de su líder.
Y justo en ese momento, como si estuviera esperando la señal, una figura delicada apareció en el umbral del pasillo.
Era Sofía.
Llevaba un vestido sencillo, su cabello largo y oscuro caía sobre sus hombros, y sus grandes ojos marrones estaban llenos de lágrimas contenidas.
Al vernos discutir, se encogió, haciéndose pequeña, como un animalito asustado.
"Alejandro...", susurró, su voz apenas audible. "No... no peleen por mi culpa".
Se escondió parcialmente detrás de él, aferrándose a su brazo como si yo fuera una amenaza monstruosa.
Instantáneamente, la atención de los tres se desvió hacia ella.
"No es tu culpa, Sofía, mi amor", dijo Alejandro, su voz volviéndose suave y protectora.
"Ella es la que está causando todo este problema", dijo Marco, lanzándome una mirada llena de odio.
"Déjala, Ximena. ¿No ves que la estás lastimando?", acusó Diego.
Me quedé allí, observando la escena.
Yo era la villana.
Yo, en mi propia casa, era la agresora.
Y Sofía, la maestra de la manipulación, era la víctima indefensa a la que todos debían proteger.